Desde hace años, la primera clase práctica de mi asignatura de teoría y práctica del guion en la universidad comienza con la proyección de unos minutos de Los 400 golpes de Truffaut mientras suena la canción de Luis Eduardo Aute Cine, cine. Ahí está, le digo a la clase, todo lo importante: la mirada, la imagen, la censura, la vida. Luego, ya en el trabajo de análisis posterior, Antoine Doinel se convierte -cosas de la intertextualidad- en el Nelson de Los Simpson al tiempo que suena de fondo una versión solo con guitarra de Las cuatro y diez. No es solo un vehículo poco previsible para el acceso a un conocimiento artístico (la palabra, la música, la narración, la estética) sino, por supuesto, un homenaje individual que siempre me permito hacia quien, a lo largo de las últimas décadas, ha venido construyendo nuestra educación sentimental. Difícil separar ahora el ámbito de lo íntimo, lo privado, lo personal, del ámbito de lo público, lo social, lo político (suponiendo, y es mucho suponer que todo eso no sea lo mismo). Haré, entonces, como hacía Roland Barthes en palabras de Susan Sontag: nunca una anécdota sobre el yo que no llevara una idea entre los dientes. Veamos.

No puedo pensar en Aute en términos de cantautor. Lo descubrí muy pronto creando algunas de las letras más potentes, profundas, líricas, filosóficas (también irónicas) que se podían unir a una música. No renuncia nunca al pensamiento, al lenguaje que dice y calla, a la figura retórica deslumbrante, a la emoción contenida, a la sencilla dificultad, al homenaje literario, a la corporeidad sublime, a la bofetada política (cambiaba las masas por las nalgas, recuerden). Aute era un poeta (era siempre un poeta: cuando cantaba, cuando pintaba, cuando dirigía). Se reivindicaba como tal sin pudor pero sin asomo de soberbia, como cuando respondía en una entrevista si se identificaba con la palabra cantautor: «La verdad, no. Soy un poeta que escribe canciones. Lo de cantautor me suena a cantamañanas y casi prefiero cantamañanas a cantautor».

Y sí, Aute cantó a las mañanas deslumbrantes, a las tardes interminables y a las noches relucientes. Observaba la vida con mirada de artista. Y el amor era herida y cicatriz (Sin tu latido), rasguño apenas (Una de dos), desesperación contenida (Dos o tres segundos de ternura) o ausencia hecha carne (Dentro). Y el cuerpo era alma y viceversa (Anda) porque la vida se hace cuerpo a cuerpo. Y el vivir eran espacios sublimes y cotidianos al unísono (Quiero vivir contigo). Y la amistad era siempre un «pasaba por aquí» que a nada obliga pero a todo compromete (lo saben hoy sus amigos, que lo lloran sin poder despedirlo en la cercanía que el acostumbraba a poner en todo lo que hacía).

Con Aute siempre éramos mucho más que dos. Con él, con sus animal (hitos, hadas…), con sus metáforas suicidas, con su ironía deslenguada, con sus desplantes tan taurinos, con su cercanía, siempre estuvimos acompañados (gracias a él, hubo verbenas palentinas con Sin tu latido). Se ha ido slowly. Que la tierra de Albanta le sea leve al este del Edén.