Es 8 de marzo. Hoy es 8 de marzo y llevamos toda la semana hablando de mujeres en los medios, porque esta semana toca hablar de nosotras y luego ya toca que, en las noticias, seamos la anécdota.

Yo estoy cansada.

Estoy cansada de que todos los años me llamen para moderar no sé qué mesa sobre ‘la mujer en la cultura’, como si fuéramos una isla, como si yo tuviera datos de invisibilidades y como si se pudiera hacer de ellas un diagnóstico objetivo, medible, pesable, que cuente algo más allá de los números; de que se hable de la carga histórica, como si del siglo XVI a este no hubieran pasado varias centurias; de que esa tradición lo abarque todo, aunque estemos produciendo cultura o ciencia; de que se nos vea poco y se nos vea mucho menos si estamos en casa cuidando a los demás y de los contadores a cero de todas las muertes por violencia de género de todos los 1 de enero y de que si los hombres son más violentos y de los comportamientos individuales de cuatro energúmenos porque no hay patriarcado ni patrón de pensamiento que valga y de los dame pruebas científicas de tu discriminación, que no es tanta porque ya solo hay micromachismo.

En nuestro mundo, todo es micro. Nuestro espacio público, los artículos en revistas científicas, las cátedras, la cocina profesional, la representación en los poderes del Estado, las cuotas de poder en las empresas del Ibex35

Porque buena parte de esto no ocurre solo los 8 de marzo, salvo lo de hablar de la mujer, que sí. Ocurre más o menos a diario, porque siempre hay un tío que sabe qué es ser mujer mucho mejor que tú.

Lo que no me hubiera esperado en la vida es encontrarme a mujeres que supieran qué es ser mujer mejor que yo.

Soy así de ingenua. Tengo mis taras.

Hace algo más de un mes, me encontré con un montón de mujeres en Twitter (las vi en Twitter, pero la gente que escribe en Twitter existe y lo mismo está en su casa en bata y con los rulos tecleando, yo qué sé) que se definían como TERF, que significa Trans Exclusionary Radical Feminist; es decir, Feministas Radicales Trans Excluyentes. Ellas son muy mujer y mucho mujer y una mujer transexual no es mujer, vienen a decir. Y ya tienen su Día Internacional de la Memoria Transexual para manifestarse. Pero a la mani del 8M que no vayan. O que vayan y se expongan a un nuevo episodio de violencia, como si sus cuerpos no llevaran ya bastante.

Primero, la estupefacción y luego el asco.

No son mis compañeras. Llámenme poco sorora.

Me hastían, también, los discursos que comienzan diciendo: «Una verdadera feminista». O «el feminismo es…» (la frase continúa con un adjetivo, no con una descripción). Me recuerdan a los mítines por la primera ley del aborto, cuando una mujer se acercó a una amiga mía en un pueblo andaluz y le dijo: «Esto está muy bien, pero yo lo que quiero es que mi marido me ayude en casa». Hay muchas luchas. Muy cotidianas. Diarias. Pequeñas. Individuales también, porque a veces estamos muy solas. Y no se nos ve. O no lo contamos hasta que alguien no se atreve, como ha ocurrido (gracias, Paula Bonet; gracias, #MeToo) con los embarazos que no llegan a término o con las violaciones o el acoso. O se nos piden cifras y datos, como si se pudiera demostrar con cifras y datos que no te han votado para ser rectora porque eres mujer. Y se nos dice que la universalidad de las luchas políticas casa mal con las experiencias personales, aunque las experiencias personales nazcan de la misma cosa, porque nadie te dice que eres inferior. No hace ninguna falta.

Y, sin embargo, luego miras alrededor. Y recuerdas cómo creciste dando las gracias porque tú no eras como ellas, porque tú eras más masculina y no te ponías falda y ellas eran, como todas las mujeres, profundamente tontas, y tenías más amigos varones y luego te hicieron notar toda esa contradicción: tú no eras como ellas porque tú querías otro espacio.

Escribo desde España y tengo voz. Nací con vagina y soy mujer y también soy blanca, heterosexual y mis facultades físicas y mentales están más o menos intactas. Es decir: no soy transexual, no soy lesbiana, no soy de otra raza o se me considera de otra raza (‘racializadas’, se llama, con todas las objeciones al concepto de raza que podamos tener, que las tenemos), no soy discapacitada. Ergo, a pesar de ser mujer tengo una situación de privilegio porque, además, tengo un sueldo mensual más que digno. El movimiento feminista tiene muchos frentes abiertos y muchas contradicciones y muchos debates (el de las trabajadoras sexuales es uno de los que ejerce más violencia) y, sí: todos ellos se utilizan para desprestigiar una lucha que no es otra cosa que política.

Es político también redefinir los términos. Necesitamos compartir los espacios. No que nos los den. Salimos a la calle para eso: para que las profesiones de cuidados y feminizadas no tengan sueldos más bajos, para sentirnos seguras en todos los espacios públicos y en todas las instituciones, para que nos cuenten historias que nos cuenten, para tener representación.

Pero por qué va todo tan lento. Qué desespero.