Entre la publicación de En Gran Central Station me senté y lloré y Los pícaros y los canallas van al cielo (que recupera Periférica como hizo con el primer título) transcurrieron 33 años. La escritora canadiense, que había volcado la experiencia amorosa de su relación con un hombre casado en su primera novela, vivía en Inglaterra desempeñando trabajos de publicidad y edición y llevando una vida bohemia. El tiempo que transcurrió de una a otra escritura no modificó su literatura. La misma prosa sensorial, elusiva, a veces crítpica, construida de fogonazos, escasamente referencial, la emplea en Los pícaros y los canallas van al cielo (aparecida en 1978) para abordar su vida durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra.

Pero no hallamos aquí el relato detallado de una vida sino como pecios de esa vida, instantes mirados desde los extremos o desde el fondo, de manera que no acaban de verse sus nítidos perfiles sino las consecuencias de esa mirada, las, como afirma ella, "misteriosas energías de ojos brillantes".

El libro convierte en vano, una vez más, el debate sobre lo que es una novela. Sin argumento, sin trama, sin evolución, solo una voz que recuerda, capta sensaciones o diálogos al azar, de manera que da la impresión de que estamos leyendo el diario de la propia escritora, que se lamenta de sí misma ("Ahora eres demasiado vieja"), por la carga de sus cuatro hijos, por la depedencia de las mujeres, madres en realidad, que no pueden hacer como los hombres: abandonarlo todo y marcharse sin excesivos remordimientos, que recuerda a su padre, al que admira, que manifiesta, en definitiva, su desajuste con el mundo.