¿Qué hay más allá del tedio? El filósofo Lars Svendsen lo tiene claro: "La inhumanidad del tedio nos permite ver en perspectiva nuestra propia humanidad". El tedio es la muerte del tiempo: en su infinitud la conciencia se expande, la sabiduría induce a la angustia. En el capítulo 25 de El rey pálido , la novela póstuma e inacabada de David Foster Wallace, se describe la rutina laboral de los trabajadores del Centro Regional de Examen de Peoria a dos columnas, como si se tratara de una noticia periodística o un informe maquetado. "David Cusk pasa página. Elpidia Carter pasa página. Temperatura/humedad exterior: 36º/74 por ciento. Howard Caldwell pasa página. Bob McKenzie todavía no ha escupido...". Tres páginas enteras de reiteración de signos, gestos y acciones son suficientes para que Foster Wallace retrate un mundo abocado al tedio, y que ha hallado en él, sublimado, la razón de su existencia.

El editor, Michael Pietsch, ha modelado la novela después de un trabajo de corta y pega a partir del manuscrito original. Se tiene la impresión de que El rey pálido no habría mejorado un ápice si fuera más larga; que la falta de una estructura definitiva, con sus desvíos y sus callejones sin salida, con sus personajes fantasmales y sus rutinas repetidas, favorece el aspecto laberíntico, elegíaco y desdramatizado en una oficina que se configura como espacio imaginario a partir de la cháchara de unos funcionarios que no pueden ver más allá de los expedientes de sus mesas de despacho.

Si atendemos a la sinopsis de El rey pálido , quizá el relato no suene muy apasionante, y en realidad hay momentos en los que el lector siente el peso de esos expedientes y la novela se transforma en un monte escarpado, cuyo atrevido sherpa es el propio autor. La cuestión es que resulta imposible resumir El rey pálido . Un estado de ánimo es difícil de contar, y es imposible separar la novela del suicidio de Foster Wallace, y de su larga depresión: el muro de palabras en que se convierte cada página parece condenar a sus personajes a una completa soledad que solo puede ser específicamente occidental, como si el escritor, en su adicción a una cierta metafísica de lo concreto, pudiera estar ofreciéndose como ejemplo de la enfermedad de una civilización.