Si a uno le diera por preguntar a un grupo de lectores australianos quién sería su candidato nacional al Nobel, el nombre más presente sería el de David Malouf (Brisbane, 1943). Si a continuación, uno pidiera ayuda para escoger una novela suya, nuestros amigos australianos se pondrían de acuerdo enseguida: El gran mundo . Al publicarla, Libros del Asteroide salda una vergonzosa deuda pendiente.

El lector que, desconfiando de la recomendación, acudiera a la mera sinopsis del argumento, podría equivocarse y arrugar la nariz: dos hombres mantienen una extraña amistad a lo largo de tres cuartas partes del siglo XX; se conocieron como prisioneros de un campo japonés en la segunda guerra mundial; sus orígenes son igualmente míseros; uno, pensativo y desconfiado, lleva una existencia tranquila y anodina en una aldea cercana a Sídney; el otro, excéntrico y fantasioso, es uno de los principales (y más truculentos) empresarios del país. ¿Parece convencional? Es mucho más que eso: clásico. Y no solo por las grandes virtudes de lenguaje ya mencionadas, sino también porque Malouf sale victorioso de una de las paradojas de la novela: narra con humildad, necesitado de urdir una red de palabras con exactitud total para exprimir al máximo su historia; y sin embargo es ambicioso y no rehuye ninguno de los grandes temas que la novela delinea: la verdadera naturaleza de la amistad, la esencia mínima de la dignidad humana, la inexplicable manera en que todo lo que hacemos por huir de nosotros mismos nos convierte en quienes somos.

Todos esos logros valen y hasta sobran para construir una buena novela. Pero para convertirse en clásico en vida, Malouf ha añadido un mérito mayor y más escaso, reservado a los pocos grandes de verdad: la capacidad de detener el tiempo.

Las palabras de El gran mundo trazan auténticos raíles temporales por los que todos los instantes que conforman las vidas de estos personajes se van poniendo en fila, se explican, se atropellan, se proyectan en planos temporales distintos, llegan incluso a descarrilar y se recuperan milagrosamente. Como en la vida.