La tercera Antígona , considerada la producción estrella del monográfico dedicado en esta edición a la heroína griega de la tragedia de Sófocles, en adaptación de Ernesto Caballero y montaje del mexicano Mauricio García Lozano, no creo que haya elevado el listón de las dos anteriores producciones. No obstante, el espectáculo, con un riguroso y estructurado planteamiento muy llamativo, donde se aprecian más aciertos que desaciertos, logra un satisfactorio nivel de calidad.

En la adaptación, Caballero es fiel al texto del griego dando a la frase antigua un matiz depurado con más vigencia y con el mismo resplandor poético, pero a diferencia de las anteriores versiones sin trascender el contenido de la tragedia a las posibilidades de una lectura más actual de lo clásico, tal vez por fundamentar que en esta concreta obra griega su interesante argumento y tesis de ese mundo de confrontaciones que agita a sus personajes de destrucción y de sublimación se puede ver -y apreciar- desde la perspectiva intemporal lograda con una innovadora puesta en escena.

El montaje, de García Lozano, que ha indagado con inteligencia en el contenido del texto en todos los posibles conflictos universales de la raza humana en la lucha contra el poder y en las posibilidades de un montaje litúrgico aprovechando al máximo el marco romano, logra la sobriedad característica de la tragedia imprimiendo un lenguaje estético altamente elaborado en un espacio lleno de coreografías espectaculares y de simbolismos -perceptible de tumbas que cubren la escena, de aguas ubicadas en la orchestra y cenizas esparcidas...-en torno a ese fatalismo que sopla sobre los personajes. Pero la propuesta, bastante atractiva en su conjunto estético, resulta en gran parte ininteligible en el desarrollo de su contenido, que pretende decir mucho y en realidad sólo se entiende lo convencional de la tragedia original.

El director mexicano que maneja perfectamente un llamativo abanico de recursos artísticos --excelentes la musica y la luminotecnia- ha dado un excesivo protagonismo al coro (dividiéndolo en hombres y mujeres), que con sus intervenciones coreográficas otorgan una belleza expresionista singular dentro de esa atmósfera de lo solemne y de esas influencias sensibles que pesan sobre los destinos que se mueven en una dimensión casi cósmica. Pero estas acciones a veces superfluas turban por la abigarrada simultaneidad de la propuesta y tienen el inconveniente de menoscabar con altibajos no sólo la narración sino el ritmo de tragedia: su tono grave objetivo, resultado del conflicto ético, que se debe producir en el grado justo de intensidad en crescendo.

En la interpretación, la dirección de actores podría haber dado más de sí. Resultó efectiva globalmente, aunque desigual. En algunas escenas los actores se encuentran incómodos (diría que desaprovechados). Es el caso del personaje de Creonte en sus diálogos con el coro. No hay equilibrio tonal en el coro, sobre todo en las cadencias y anticadencias que deberían palpitar con grandilocuencia y brillo en las palabras poéticas e imágenes dramáticas. El corifeo resulta monocorde en la modulación de su voz.

Sólo dos escenas consiguen actuaciones excelsas. La protagonizada entre Blanca Portillo (Tiresias) y Antonio Gil (Creonte), provocando magistralmente el contraste que se produce cuando se enfrentan dos personajes regios. La actriz madrileña, llena de magia, saca a relucir la raza de actriz demostrando su genio trágico de tensa fibra en gestos y declamación, para poner en pie un sugerente adivino que con la fuerza del huracán muestra su lamento que perfora los siglos, suscitando en todos el temor y la compasión trágica , que dice Aristóteles. El actor extremeño, se luce con autoridad escénica y excelente declamación en su exigente papel de un tirano arrastrado por su obstinación y falta de empatía que roza la locura. Todo dentro de una atmósfera sobrenatural de la tragedia que recibe el público con silencio religioso. La otra hermosa escena la realizan Gil y el también extremeño Elías González (Hemón), en la confrontación entre padre e hijo, donde este último, vibrante de energía corporal y declamatoria en todos sus registros, le da réplica al del rey de Tebas sujeto a su destino.