Un poco más allá de los límites de la realidad hay fuentes no ya de bienestar o de placer, sino de estímulo para la creatividad, con poder para multiplicar las aptitudes plásticas y la inventiva en todos los campos de las artes. Y ahí, frente a esas nuevas «puertas de la percepción», como las llamaría el escritor Aldous Huxley, y trabajando a pie de laboratorio, estaba hace 80 años el científico suizo Albert Hofmann cuando, de un modo casual, descubrió la dietilamida de ácido lisérgico, más conocida como LSD o, coloquialmente, ácido o tripi.

Una sustancia con potencial poco menos que atómico: no solo para el cerebro, sino porque de ella se derivaría toda una revolución cultural con ramificaciones en muchos campos, con la música en primer plano. El LSD hizo posible la aparición de realidades paralelas en las cabezas de los creadores, dio lugar a tendencias sonoras aventuradas como la psicodelia, y ha llegado a incorporar un adjetivo de uso más o menos común, lisérgico, asociado a la alucinación.

Hofmann (1906-2008) trabajaba para la compañía farmacéutica Sandoz en los principios activos del hongo conocido como cornezuelo del centeno, con fines medicinales, una de cuyas fases consistía en producir ácido lisérgico. Una vez conseguido, tratando entonces de lograr un estimulante del sistema circulatorio, el 2 de mayo de 1938, le añadió dietilamida, dando lugar al compuesto conocido en alemán como lyserg-säure-diethylamid (LSD). Un logro que se probó en animales sin resultados.

Dejado de lado, Hofmann volvió a él cinco años después, en 1943, y fue entonces cuando, un día de abril, comenzó a tener «una sensación extraña». Sin haber ingerido nada, acaso por el contacto con las sustancias que tenía incrustadas en los dedos, notó como si se encontrara «en otra realidad», explicaría en 1987, en un seminario sobre drogas en la Universidad Menéndez Pelayo. «Al cerrar los ojos comencé a ver fantasías e imágenes bellísimas». Fue el primer viaje lisérgico, del que se cumplen 75 años.

EFECTOS MULTIPLICADOS / Aunque el hallazgo, el LSD, comenzó a ser utilizado con enfermos esquizofrénicos, a partir de los 50 fue pasando al dominio público. Las drogas siempre habían formado parte de cierto imaginario bohemio: recordemos a Charles Baudelaire y su clásico Los paraísos artificiales (1860). Y como explica a este diario el neurólogo Jordi Montero, «los alucinógenos son tan viejos como la humanidad, ya que al ser humano le atrae entrar en mundos irreales o distorsionados». Pero los efectos del ácido son muy superiores a los de la mescalina o el peyote.

El pop se convirtió a mediados de los 60 en un campo de acción preferente del LSD, tendencia espoleada por teóricos como Timothy Leary. El movimiento hippy, fascinado por las filosofías orientales, lo incluyó en su mística colectiva, como pasarela a otra realidad desde la cual cuestionar las convenciones materiales. Nació la psicodelia, tendencia abierta a la evasión y el exotismo, y la etiqueta misma de rock ácido, al tiempo que brotaban canciones alucinadas como White rabbit, de Jefferson Airplane, y Purple haze, de Jimi Hendrix.

Aunque suele atribuirse al LSD la inspiración de Lucy in the sky with diamonds, de los Beatles, Lennon siempre lo negó. Pero sí que probó la droga, ya en la primavera de 1965. «Dios, fue horripilante, pero fantástico. La casa de George [Harrison] parecía un submarino enorme, flotando sobre la pared, y yo lo manejaba», explicaría años después a la revista Rolling Stone. La droga fue influyente en discos clave como Revolver.

EL BAUTISMO DE PAU RIBA / El LSD podía conducirte a una experiencia fabulosa pero, también, a una pesadilla. «Depende mucho de cómo te encuentres: si estás bien, puede ser un viaje placentero; si tienes angustias, se te exagerarán. Es como una lupa de aumento», explica Pau Riba, que tuvo su bautismo de LSD en la Formentera hippy de 1969. Así lo recuerda: «Primero tuve una sensación de paranoia: me pareció que todo el mundo se reía de mí, pero me giraba y estaban todos muy serios. Luego tuve alucinaciones: estaba sentado en la playa y las olas me parecían cangrejos enormes que subían por la arena. Veía la realidad como si fuera un cuadro pintado a base de puntitos. Y cogí una guitarra y me parecía que el mástil era tan grande como la autopista A-2». Su canción Al matí just a trenc d’alba evoca el consumo posterior de un tripi en la playa de Castelldefels.

Pero tomar ácido con insistencia puede conducir a episodios de delirio permanentes. «Tengo algunos amigos que se han quedado viendo enanitos para siempre», añade, inquietante, Riba. Y la lista de talentos musicales perjudicados es larga: de Brian Wilson (Beach Boys), a Peter Green (Fleetwood Mac) o Syd Barrett (Pink Floyd). Pero cuidado con los diagnósticos a la ligera. «A lo mejor, algunos de ellos ya tenían un cuadro esquizofrénico y el LSD lo disparó», señala Jordi Montero, que advierte, sea como sea, de que estamos hablando de «jugar con fuego».

El LSD «no activa la red del placer» ni genera adicción, dice, «como sí ocurre con la heroína, el cannabis o el tabaco». Pero sus poderes para situarse en otra realidad y estimular los impulsos creativos siguen atrayendo a creadores modernos: grupos pop experimentales de bien entrado el siglo XXI, como Animal Collective o los neopsicodélicos Tame Impala, además de bandas del stoner rock, lo han incorporado en su imaginario. Como el nuevo trío electrónico llamado LSD e integrado por Sia, Diplo y Labrinth. A todos les atrae darse una vuelta por esa realidad que aguarda al otro lado del espejo.