Uno de los valores más apreciados en el mundo del arte es la experimentación, la voluntad de apartarse de caminos trillados para abrir otros nuevos. Por otra parte, cuando uno toma una dirección desconocida sin seguir las instrucciones de una brújula corre el riesgo de perderse. Posiblemente algo así le pasó al director Terrence Malick tras ganar la Palma de Oro en el 2011 gracias a El árbol de la vida y arrojarse a lo que para sus estándares es una etapa de frenesí creativo; desde entonces ha dirigido más de la mitad de las películas que suma tras cinco décadas de carrera.

En el proceso, a medida que su desdén por la lógica narrativa convertía su cine en meras colecciones de miradas solemnes, monólogos new age y planos de manos acariciando los trigales, el de Austin pasó a toda velocidad de ser alabado como un semidiós a convertirse en asunto de chiste. De ahí las expectativas que traía la película que ayer presentó a concurso. De A hidden life, en efecto, se lleva meses diciendo que supone su regreso a un tipo de narrativa más estructurada y menos pretenciosa, y que representa para él un resurgir creativo. Visto lo visto, ninguna de las dos afirmaciones es del todo cierta.

virus nazi en austria / La película se abre con un puñado de imágenes de archivo de Adolf Hitler seguidas de una leyenda impresa con la que se nos informa de que está basada en hechos reales. En concreto, en ella se cuenta la historia de Franz Jägerstätter, un austriaco que fue guillotinado por el Tercer Reich en 1943 tras negarse a jurar lealtad al Führer. Quizá no haría falta aclarar que, pese a esa premisa, está lejos de ser un biopic al uso. Durante buena parte de su metraje, funciona menos como una sucesión de escenas que como un fluir de imágenes que capturan pequeños fragmentos de momentos acompañadas de música clásica y susurrantes voces en off. Y no parece haber sido rodada siguiendo más guion ni más estructura dramática que una vaga idea de lo que Jägerstätter -encarnado por August Diehl- hizo durante los últimos años de su vida.

El relato arranca a finales de los años 30 en Sankt Radegund, una bellísima localidad en la que el protagonista trabaja la tierra y retoza junto a su mujer (interepretada por Valerie Pachner) y sus tres angelicales chiquillas. Cuando empieza la guerra el joven siente un profundo rechazo frente al nazismo que se extiende como un virus por Austria, y es estigmatizado por sus vecinos. Cuando los nazis lo llaman a filas, se declara objetor de conciencia; y mientras se pudre en la cárcel, su mujer sigue siendo violentamente rechazada por el resto de habitantes de Radegund. Y finalmente, es ejecutado.

Aunque la descripción suene esquemática, eso ni más ni menos es lo que pasa en A hidden life. Que a pesar de ello dure casi tres horas solo se entiende si aclaramos que Malick pasa buena parte de ese tiempo ofreciéndonos sucesivas variaciones de un puñado de situaciones, y que entretanto se recrea una y otra vez en subrayar la metáfora religiosa que vehicula la película. Después de todo, tal y como es retratado aquí Jägerstätter no es un mero objetor de conciencia durante la segunda guerra mundial; es un mártir o, ya puestos, un trasunto de Jesucristo. El calvario que sufre es su forma de llegar a Dios; y se supone que, mientras le contemplamos -y sufrimos nuestro propio calvario- también nosotros tendremos esa recompensa. ¿Quién dijo que Malick había dejado de ser pretencioso?

SENSUALIDAD VISUAL / Mucho más satisfactoria resultó ser la segunda aspirante a la Palma de Oro presentada ayer. Cuarta película de Céline Sciamma, Portrait de la jeune fille en feu continúa la exploración de la sexualidad femenina que la directora francesa inició con su ópera prima, Water Lillies (2007), pero si sus tres obras previas estaban ambientadas en la adolescencia y en el mundo actual, esta viaja varios años atrás en el tiempo y varios años adelante en la edad de las protagonistas. Comparable a una hipotética versión de Call me by your name ambientada en el siglo XVIII, la película relata el amor entre una joven aristócrata deprimida y la pintora que se instala en su casa para retratarla. Sciamma hace gala de una asombrosa delicadeza avivando sentimientos solo con miradas y silencios, y reitera su habilidad para comunicar sensualidad a través de las imágenes.