Pocas veces se da el caso de que crecer en una familia disfuncional, marcada por la violencia, la locura y la inestabilidad, se convierte en el abono, alimentado de detritus morales pestilentes, donde nace la buena literatura. Mary Karr (Groves, Texas, 1955) se coronó en lo más alto de ese relato sobre la 'basura blanca' que es, se quiera o no, parte indisoluble los votantes de Trump lo saben bien- de esa tierra de contrastes, hoy más radicalizados que nunca, que es Estados Unidos. Con episodios como el de los abusos sexuales que sufrió por parte de su canguro, la violación antes de los 10 años por un conocido y salvarse por los pelos de que su alcohólica madre la matase, surgió su primer libro de memorias, El club de los mentirosos, una narración difícil de olvidar que fue un éxito absoluto. A ese libro siguieron dos más. Iluminada en el que explica cómo una Mary Karr adulta cuando ya creía estar a salvo de la violencia sufrió el acoso del inestable David Foster Wallace que fue su novio y encontró cobijo en la religión. La flor (Errata naturae / Periférica), crónica de su agitada adolescencia y despertar sexual, ha aparecido este otoño en castellano. La autora se presta a algunas preguntas vía internet desde su domicilio en Nueva York.

Escribió El club de los mentirosos diseccionándose a sí misma sin ningún tipo de complejos. ¿Qué le impulsó a escribir 'La flor'? ¿Qué creía no haber contado todavía?

Quería escribir algo que no hubiera leído ya. Cuando una mujer intenta hablar del deseo sexual, se encuentra con un montón de manos tratando de acallarla. O se hacen pasar por putas furiosas o víctimas lloronas. La dicotomía de la puta-virgen. Y la mayoría de nosotras no somos ninguna de las dos cosas. Las jóvenes de hoy me parecen mucho más libres, audaces, vivas y variadas que nosotras.

La adolescencia es un periodo muy complejo para las mujeres, y usted ha dicho que apenas se ha contado desde el punto de vista femenino. ¿Necesitaba sacar a la luz toda esa compleja represión?

El canon de las memorias está repleto de historias sobre la madurez sexual de los hombres. Muchas de ellas son las lecturas que recomiendo en la universidad: Las confesiones de San Agustín, Stop-time de Frank Conroy, Las cenizas de Ángela de Frank McCourt Todos esos autores pasan por un momento de disyuntiva consigo mismos y sus primeras hazañas románticas.

No estamos acostumbradas a hablar de nuestra sexualidad.

Las memorias de las mujeres parecían obviar la adolescencia para pasar directamente a la universidad. Mary McCarthy no muestra el menor deseo cuando besa a un hombre casado en un hotel: Sus besos me aburren. O, como mucho, los libros de mujeres hablan de sexo aberrante: la violación de Maya Angelou en Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado o el fragmento de Kathryn Harrison sobre su padre que ella define como una aventura pero que me resulta tan asexual como cualquier violación en El beso, que es un libro brillante sepultado por el escándalo. Me preguntaba si sería capaz de lidiar con el deseo de una chica, que es tan intenso como el de un chico pero diferente, en el sentido de que tenía fantasías románticas muy excitantes que terminaban con un beso, no empapadas en guacamole.

Se diría que en comparación con El club de los mentirosos, hay en La flor una intención más universal, no retratar solo a una familia sino hablar de un periodo a la vez luminoso y oscuro de la vida. ¿Está de acuerdo?

Joyce Carol Oates dijo lo mismo en una reseña sobre La Flor que escribió para The New York Review of Books, la única vez que me han dedicado un artículo en profundidad, de esos en los que sin embargo se bañan los escritores de memorias, varones, de mi generación. Ella contaba que mi deseo era mucho más normal de lo que mi infancia podría haber predicho.

Sí, detrás de un título como La flor, la verdad es que es difícil imaginarme su terrible, pero a la vez salvajemente divertida infancia.

Comenzó como una declaración irónica. Sólo cuando lo escribí me di cuenta de que mi inocencia había sobrevivido a muchos ataques. Los peores, sobre los que nunca he escrito, vinieron de mi madre, que me obligó a leer literatura pornográfica cuando aún era demasiado joven para aquel nivel de excitación. Hay una delgada línea entre estar abierto a las preguntas de tu hija sobre sexo y transmitirle que esperas que se muestre libidinosa a los 11 o 12 años, cuando la animas a que lea a Henry Miller, o los grotescos libros de Hubert Selby y Hunter S. Thompson. Algún día abordaré ese tema en un libro.

¿Ahora que es madre de alguien que ya dejo la adolescencia atrás, contempla su pasado de otra manera?

Tener un hijo adulto resulta muy liberador, sobre todo uno que me gusta tanto y que me permite cuidar de su maravillosa hija. Él y su esposa han formado una familia en la que encuentro un consuelo infinito. Me siento orgullosa de pertenecer a ella.

¿Mirando hacia atrás, se gusta como adolescente?

Sí, me gustaba más a mí misma de niña y de adolescente, y culpo más a mis padres por no haberme protegido. Especialmente mi madre, que mantuvo relaciones sexuales con otro hombre delante de mí cuando yo era muy pequeña y me contó mucho más sobre su vida sexual de lo que me habría gustado saber.

¿La perdonará algún día?

Ahora sé que estaba enferma, que ella también trataba de superar a su manera la represión y el juicio de su propia madre. Y lo siento por ella. Porque no tenía a nadie más con quien hablar y no se dio cuenta de que yo era una niña. Dios sabe que todos nos equivocamos con nuestros hijos, de un modo u otro. Pero sí, me compadezco, y me preocupo, de todos mis yoes más jóvenes.