Familia, amigos, amantes. Durante su larga y prolífica vida, Pablo Picasso fue retratando a quienes le rodeaban. A veces lo hizo con delicadeza, otras con humor o trascribiendo la composición de algún gran maestro clásico. También se pintó a sí mismo en varias ocasiones, adolescente, hombre ya maduro y finalmente, al borde de la muerte. Desde finales del siglo XIX hasta principios de los años 70, esas obras fueron una especie de diario de su existencia. Un ejemplo también de la ruptura de estilos y la innovación constante en su excepcional carrera.

La National Portrait Gallery, en colaboración con el Museu Picasso de Barcelona, ha abierto una exposición con más de 80 retratos del artista. Entre ellos hay obras maestras bien conocidas, pero también trabajos que se exhiben por primera vez en el Reino Unido. En ese último caso se encuentra el del marchante alemán Daniel-Henry Kahnweiler, un lienzo de la época cubista que habitualmente se halla en el Art Institute de Chicago.

«Hemos tratado de conseguir la mayor variedad posible de sus obras», explicó ayer Elizabeth Cowling, comisaria de la exposición, que agradeció la gran ayuda del museo barcelonés -en donde recalará a partir del 16 de marzo del 2017-, a la familia Picasso y a numerosas instituciones y particulares que han cedido sus obras.

Picasso no era un retratista profesional, pero «conocía la importancia que dieron al retrato artistas como El Greco, Velázquez y Goya», dijo Cowling en la presentación, donde también resaltó «el papel fundamental de las caricaturas en sus retratos».

Picasso comenzó a hacer caricaturas cuando tenía nueve años y «la influencia es observable en la expresividad, la exageración y deformación de los rasgos» de quienes pintó después, amigos y artistas como Guillaume Apollinaire, Jean Cocteau e Igor Stravinsky posaron para él. H