Ha pasado la última década marginado por la industria cinematográfica a causa de unos comentarios antisemitas y, después, también de su trato, al parecer abusivo, a una de sus novias. Ha sufrido humillaciones públicas y ha pedido perdón varias veces. Tal vez Mel Gibson logre finalmente la reinserción gracias a su nueva película como director, Hasta el último hombre, que cuenta la historia del héroe Desmond Doss, que durante la segunda guerra mundial salvó las vidas de 75 soldados en el frente sin llegar jamás a empuñar un arma.

—¿Qué le interesó de la figura de Desmond Doss?

—Es un hombre que tiene muy claro quién es y qué está destinado a hacer en el mundo. Tener una brújula moral tan precisa es algo digno de admiración a lo que todos deberíamos aspirar especialmente en una sociedad y una cultura que nos invitan justo a lo contrario. Desmond encarna una idea maravillosa: vivamos y dejemos vivir al prójimo, no importa cuál sea su ideología y su sistema de valores. Eso es importante en un mundo lastrado por enfrentamientos ideológicos.

—Inicialmente rechazó dirigirla.

—Así es. un par de veces, hasta que me presentaron una nueva versión del guion en la que finalmente quedaba claro que Hasta el último hombre en realidad no es una película de guerra sino una historia de amor. Desmond encarna la esencia del amor al prójimo: está literalmente dispuesto a dar su vida por los demás.

—La película rinde tributo a un pacifista pero se recrea en las escenas bélicas. ¿No es eso contradictorio?

—Es una película antibelicista. La guerra es algo odioso, en eso coincidimos todos. También es un tributo a los soldados y quisiera que, al verla, la gente comprenda que es necesario que cuidemos de los veteranos de guerra. Vuelven a casa y sufren el síndrome de estrés postraumático y muchos acaban suicidándose. Es cierto que hacer una película bélica siempre es peligroso, porque al escenificar la guerra siempre acabas haciendo espectáculo, y por eso puede parecer que estás glorificando la violencia aunque tu objetivo no sea ese. Espero no haber caído en esa trampa.

—Pero su filme es muy violento.

—Sí, pero la guerra real lo es mucho más. Nos hemos quedado cortos. Yo mismo vi imágenes reales de la segunda guerra mundial que me revolvieron las tripas. Al rodar me puse límites muy claros, hubo cosas que no mostré para no aterrorizar al público. Por otra parte, es necesario mostrar cierto nivel de brutalidad para dejar claro lo infernal que es el campo de batalla y el coraje que hace falta para enfrentarse a él.

—¿Qué otros retos le plantearon esas escenas?

—Cuando filmas una secuencia de batalla debes tener una gran claridad espacial. El campo de batalla es un caos, pero aun así el espectador debe saber en todo momento quién es quién, quién hace qué a quién, por qué sucede lo que sucede. Y eso es muy difícil. La mayoría de las películas de acción, todas esas historias de superhéroes, son simple ruido.

—¿No cree que, de algún modo, Doss es también un superhéroe?

—Cierto, la única diferencia entre él y los superhéroes de los cómics es que él no llevaba capa y leotardos. Supongo que eso es lo que hizo que nos resultara tan difícil financiar la película. Si tu héroe no tiene superpoderes, nadie te da ni tiempo ni dinero para rodar. El superpoder de Desmond es la fe.

—¿Y para usted?

—Hasta cierto punto. Yo rezo, cada día. No tengo más remedio que creer en un poder superior, porque si tengo que confiar en mí mismo para salvarme, estoy perdido.

—Hablaba de problemas de financiación. No parece barata.

—Lo es. La hicimos por solo 40 millones de dólares, aunque al ver la película parece que costara 100. Incluso tuve que poner dinero de mi propio bolsillo para conseguir cámaras adicionales.

—¿Siente que el tiempo y los acontecimientos perjudican su situación en la industria?

—No, nada ha cambiado. No me siento arrinconado por la industria. Estoy más sano y más feliz de lo que he estado en mucho tiempo. Tengo una familia estupenda. Uno de mis hijos se casó hace solo unas semanas. Otro de ellos sale en Hasta el último hombre, interpreta a uno de los soldados.

—Han pasado 10 años desde que dirigió ‘Apocalypto’. ¿Se le ha hecho largo?

—No hay que dramatizar. Peter Weir, que es uno de mis mentores, también pasó siete u ocho sin dirigir y sigue siendo un grande. Lo que pasa es que yo hago el tipo de cine que nadie quiere hacer. Braveheart, Apocalypto, La pasión de Cristo... Nadie más que yo haría esas cosas. Pero, estoy cansado de trabajar así.

—¿Está más cómodo delante o detrás de la cámara?

—Actuar y dirigir son todo lo mismo: narrar. Pero prefiero dirigir. Supongo que soy un poco megalómano: tengo una idea muy clara sobre cómo creo que una historia debe ser contada, y me cuesta aceptar que se cuente de otra manera.

—¿Es consciente de que la búsqueda de la redención a través del sufrimiento es esencial en su cine?

—La redención no me interesa especialmente. Personalmente, no creo necesitarla. Yo diría que mi cine habla de personas ordinarias enfrentadas a situaciones extraordinarias. Pero el objetivo principal al hacer una película tiene que ser entretener. Si, además, una película logra resultar educativa, perfecto; y si además consigue elevar espiritualmente al espectador, magnífico. Ojalá Hasta el último hombre tenga ese efecto en el público. En mí sí lo ha tenido.