Bajo el régimen de los Románov, el destino de Rusia no se decidió en los campos de batalla ni en los despachos de los ministros tanto como en las alcobas de palacio de los zares y las zarinas. Las simpatías sexuales podían inclinar la balanza hacia una u otra alianza con una eficacia inasequible a las bayonetas.

En ese contexto, a nadie le extrañó que la emperatriz Ana Ioannovna, la octava Románov de la saga (reinó entre 1730 y 1740), señalara a su sobrina Ana Leopoldovna como heredera a pesar de su adolescencia y de la fama que tenía de sentirse atraída por las mujeres. ¿Lesbiana? Pues se le buscaba un marido rápido y asunto arreglado. También tenía Ioannovna una corte de efebos ucranianos para aplacarla por las noches y nadie protestaba por ello.

La sexualidad de Ana Leopoldovna siguió dando que hablar en el año escaso (entre 1740 y 1741) que ejerció como emperatriz regente en nombre de su hijo, Iván IV, tiempo en el que tomó el nombre de Ana Braunschweig. Casada a la fuerza con Antonio Ulrico, otro adolescente a quien detestaba, sus verdaderas pasiones eran su amante, el conde Lynar, y su amiga del alma y acompañante habitual, Julia von Mengden. Los encuentros sexuales de la zarina con uno o con otra, o con los dos a la vez practicando menage à trois en la misma alcoba, fueron la norma durante esos meses ante los ojos indiferentes de la corte, hecha ya a todo.