A medida que (casi) cada una de sus nuevas entregas resultaba ser un poco mejor que la anterior, la saga Misión: Imposible a la vez se ha ido convirtiendo para su actor protagonista en un lugar al que llamar hogar. Dando vida a Ethan Hunt, rodeado de espías y máscaras de látex y mensajes que se autodestruyen en 5 segundos, Tom Cruise se ha sentido a refugio del fracaso de películas como Oblivion (2013) o The Mummy (2017) o las críticas a su conducta errática fuera de la pantalla.

Para lograrlo, el actor ha convertido cada nueva película de M:I en un nuevo escaparate de su ilimitada capacidad para idear y protagonizar escenas de acción de riesgo cada vez más extremo. En ese sentido, es difícil imaginar un escaparate más perfecto que Fallout, su sexta aventura en la piel de Hunt y la segunda con el director Christopher McQuarrie.

Aunque, eso sí, la nueva película nos ofrece la versión de Hunt más terrenal imaginable. Tras 22 años al frente de la IMF (Fuerza de Misión Imposible), el héroe está exhausto; su desgaste queda en evidencia en cada sprint, en cada caída y en cada temerario salto. Y Fallout, de hecho, gira en torno a su falibilidad: queda clara en esa decisión con la que pone al mundo entero en peligro al principio del relato, y en todos los golpes que va acumulando o la falta de planificación que va evidenciando. Y también en el énfasis sin precedentes que McQuarrie pone en los sacrificios que el agente ha hecho para vivir al borde del precipicio, y en el coste que han tenido para él y quienes lo rodean. Así pues, aprendemos más de Hunt de lo que lo hicimos en las otras películas juntas.

Antes, eso sí, en el prólogo de Fallout descubrimos que la nueva misión de la IMF es eliminar a John Lark, líder de un grupo anarquista conocido como Los Apóstoles que pretende aniquilar a un tercio de la humanidad usando armas nucleares con el fin, atención, de construir un mundo mejor; y no tarda en quedar claro que, para cumplirla, el héroe deberá volver a enfrentarse a Solomon Lane (Sean Harris), su temible némesis en Nación secreta (2015). En su periplo, además, Hunt deberá lidiar con dilemas existenciales: ¿es mejor salvar a una persona a costa de muchas otras vidas, o elegir destruir a una persona para salvar la vida de muchos? ¿Debe un héroe aceptar sus misiones, incluso si hacerlo pone a sus seres queridos en la línea de fuego?

Mientras busca respuestas, volverá a hacer escalada a miles de metros de altura, y a subirse en cada vehículo aéreo a punto de despegar que se cruce en su camino, y a correr de forma tan fotogénica que poco importa delante o detrás de quién lo hace. Más que cualquiera de sus predecesoras, Fallout es un sistema preciso y precioso de suministro de escenas de acción diseñadas para dejarnos boquiabiertos. Su trama es a la vez enrevesadísima y muy fácil de ignorar: cada conversación es solo tejido conectivo entre los momentos de espectáculo.

En el proceso, Fallout homenajea a la obsesión sobrehumana tanto de su héroe protagonista como del actor que lo encarna por engañar a la muerte por el bien común -sea salvar el mundo u ofrecernos entretenimiento--. Y es ese empeño psicótico lo que hace que Cruise sea el álter ego perfecto de Hunt y que Hunt lo sea de Cruise: ninguno de ellos sabe cómo parar, y su devoción es lo que les permite hacer lo que hacen como lo hacen y los incapacita para llevar una vida normal. Ambos siguen arriesgando sus vidas una y otra vez, porque morirían antes de dejarnos desasistidos.