Eduardo Arroyo, figura clave de la figuración española con una gran influencia del pop art, falleció ayer en su vivienda madrileña a los 81 años rodeado de su familia. El pintor, ilustrador, escenógrafo, periodista y escritor ha luchado estos últimos tres años contra un cáncer, pero eso no llegó a minar en ningún momento su característico espíritu rebelde que jamás se adaptó a las actitudes más acomodaticias. Pese a ser un pintor muy cotizado no dejaba pasar una a la hora de criticar los vaivenes azarosos de la comercialización del arte.

El artista, hijo de un farmaceútico falangista que murió cuando él tenía seis años, nació en Madrid en 1937, aunque pasó muchas temporadas en un pueblo de León donde le acogían sus abuelos maternos. Empezó como periodista, una querencia que mucho más tarde cristalizaría en una larga trayectoria como escritor.

En 1957 tomó el camino del exilio voluntario en Francia porque España era entonces un país «absolutamente invivible». Entre París y Roma (la ciudad donde más se le respetaba), viviendo a fondo la bohemia, se dedicó a trasladar la realidad a sus creaciones en contra de postulados más vanguardistas que él diseccionaba sin piedad. Allí donde otros exaltaban a Marcel Duchamp, una de sus grandes bestias negras, él desconfiaba terriblemente de esas actitudes que denominaba «caprichosas» si no venían acompañadas de una mirada crítica hacia el mundo. Siempre se mantuvo a la contra. Cuando imperaba la abstracción, él abogada por todo lo contrario.

Le costó mucho ser reconocido en España. Tampoco le importó demasiado. En París, en 1964, en la III Bienal de París, presentó su cuadro Los cuatro dictadores (hoy en el Reina Sofía) que reunía a Franco, Salazar, Hitler y Mussolini y que provocó la protesta del Gobierno español ante Francia. Así no fue raro que un año más tarde la censura le vetara en un exposición en Madrid en la Sala Biosca; él, sabiendo que se encontraba en la lista negra, tuvo que salir rápidamente hacia a París y no pudo ver la fugaz exposición que solo se mantuvo abierta unos días. Años después, en 1974, al ser nombrado comisario de la Bienal de Valencia, fue detenido en esta ciudad y expulsado del país.

EL REGRESO A ESPAÑA / En 1976 y con la muerte de Franco recuperó su pasaporte y tras comprobar que la democracia ya no tenía vuelta atrás regresó a su país donde apenas había expuesto. Del desconocimiento a la gloria: rápidamente adquirió una gran proyección en el circuito artístico. La contundencia de su arte y su fuerte personalidad le ayudaron. Y así, en 1982 recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas. Actualmente, sus obras están en los más importantes museos de arte moderno. Gran amante de los toros y del boxeo, entre sus libros se cuentan Panamá Al Brown (1982), una biografía de dicho púgil, y Sardinas en aceite (1990), además de múltiples ensayos de crítica de arte. En el 2009 publicó sus memorias, Minuta para un testamento.

Arroyo no se atuvo a una única disciplina. Gran amante del teatro, también destacó como escenógrafo e ilustrador. En sus cuadros, entre los que destacan Carmen Amaya friendo sardinas en el Waldorf Astoria y Vivir y dejar morir, predomina la expresión frente al virtuosismo, y la apuesta estética intencional con aprovechamiento del color en su plasmación más pop. El cómic y la fotografía son fuente de inspiración en sus cuadros que muestran escenas de lo cotidiano trufadas de reivindicación social y política. Entre sus últimas exposiciones se encuentra la reunida en París en octubre del 2015, una muestra sobre sus mejores retratos de los últimos 50 años de su vida.