El teatro español se quedó ayer huérfano de una gran figura con la muerte a los 88 años de Salvador Távora, alma de La Cuadra de Sevilla, cuyos montajes impactaron tanto dentro como fuera de España. Su lenguaje universal fiel a sus raíces andaluzas y a sus ideas liberales siempre se alejó de tópicos. Apostó por un teatro comprometido y en constante evolución. Basta ver el camino recorrido entre el grito por la libertad de Quejío, su primer y rompedor montaje realizado con elementos tan básicos como cuerdas, un bidón metálico y piedras, y su impresionante versión flamenca de la ópera Carmen estrenada con éxito en el Festival Castell de Peralada, donde presentó algunos de sus trabajos más ambiciosos.

«·Yo soy un andaluz trágico, casi un andaluz, como decía Lorca, de la vida y de la pena», aseguró cuando le concedieron el Premio Max honorífico. Criado en el humilde barrio del Cerro del Águila de Sevilla, Távora entró a trabajar en una fábrica de hilaturas con 14 años, algo que le marcó. Sus obras, realizadas desde la máxima libertad y honestidad, denunciaban la injusticia social. Dotó sus espectáculos de verdad, profundidad y poesía. La historia, la literatura, la lucha obrera y sus primeras pasiones, la tauromaquia y el flamenco, alimentaban su trabajo. Al final de su carrera puso en marcha Távora Teatro Abierto, una sala en régimen de cooperativa en el extrarradio de Sevilla, en el mismo polígono industrial donde trabajó siendo adolescente.

El sur y los cantes que mamó desde pequeño impregnaron sus creaciones, desde su primer y rompedor Quejío (1972) al último, Memorias de un caballo andaluz (2013).