El 8 de octubre de 2017, con 29 años, al atardecer, el cineasta y novelista Hu Bo se encontró con un amigo para tomar un trago. Los dos pasaron la noche bebiendo y discutiendo asuntos como sus directores favoritos o uno de los personajes principales de Cien años de soledad, el Coronel Aureliano Buendía, un hombre tan azotado por el cúmulo de tragedias que llenan su vida que intenta suicidarse en busca del apagón existencial que la tumba proporciona. Cuatro días después, Hu fue hallado suspendido en el hueco de la escalera del bloque de pisos de Pekín donde vivía, colgado del cuello. Por eso resulta inevitable considerar An Elephant Sitting Still, la ópera prima que completó poco antes de morir y de cuyo estreno no llegó a ser testigo -la película se estrena por estos días en España- en el equivalente cinematográfico de una nota de suicidio.

Basada en uno de los relatos cortos recogidos en La enorme grieta, uno de los dos libros que Hu publicó con el seudónimo Hu Qian, An Elephant Sitting Still destila la rabia y desesperación de toda una generación de jóvenes chinos que pagan el precio de la brutal reconversión de su país al capitalismo. Transcurre en una ciudad azotada por la crisis económica en la que las escuelas están cerrando, las instituciones son corruptas y nadie está a salvo ni de la extorsión ni de actos espontáneos de violencia. A lo largo de casi cuatro horas de metraje observamos las humillaciones soportadas por un cuarteto de personajes que tratan de escapar de su miseria viajando al lugar donde, se dice, hay un elefante capaz de permanecer impasible ante el sufrimiento. Pero, vayan donde vayan, su vida no mejorará.

Alcohólico y deprimido

Hu estaba convencido de que el mundo sería siempre tal y como él lo veía cuando hizo la película, y cuando se mató; él mismo había declarado en una entrevista que «la vida se basa en escoger el tipo de pesares con los que quieres cargar», y tiene sentido preguntarse si habría sido capaz de crear una obra maestra como An Elephant Sitting Still de no haber pensado así. En una entrada en su blog, en julio del 2017, definió hacer cine como un acto de «humillación, desesperanza y desamparo; una broma». En otra, confesó dormir más de 10 horas al día. Su adicción a los videojuegos se había transformado en adicción al alcohol y, cuanto más bebía, más atrapado se sentía.

La gestación de su película había sido tormentosa. Los productores, Wang Xiaoshuai -también un reputado cineasta- y su esposa Liu Ye, le exigieron que redujera el metraje a un máximo de dos horas. Hu se resistió tanto como pudo pero finalmente accedió, y hacerlo lo sumió en la depresión. Poco después, durante un seminario de cine en Xining, tuvo ocasión de conocer a uno de sus ídolos, el húngaro Béla Tarr -cuya influencia queda patente en la película-, y aquel encuentro pareció ser beneficioso para su estado mental. De nuevo en Pekín empezó a trabajar en una nueva novela, e incluso logró financiación para su siguiente proyecto cinematográfico. Pero las disputas legales derivadas de su conflicto con Wang y Liu fueron demasiado para él.

Tras su muerte, en su ordenador se encontró un documento titulado La muerte de un joven director en el que se quejaba de que durante el rodaje la pareja había intentado sabotearlo y coartar su creatividad. Poco después, los productores finalmente cedieron los derechos de An Elephant Sitting Still a los padres de Hu, que la estrenaron con el metraje que su hijo había defendido. Durante el pasado Festival de Berlín, mientras recogía el premio otorgado a la película por la asociación de críticos FIPRESCI, la madre afirmó: «Me siento feliz y triste por estar hoy aquí; triste, porque Hu murió por un elefante; feliz, porque el elefante está aquí con ustedes».

La historia de Hu Bo provocó un encendido debate en el seno de la industria cinematográfica china, que en los últimos años ha pasado de estar a expensas de los caprichosos dictados del sistema estatal de censura a someterse a la dictadura de la taquilla. Hoy es internacionalmente reconocido como autor de una de las mejores películas de lo que va de siglo. Es inevitable preguntarse por las que podría haber llegado a hacer.