Tras la detención y el paso por las celdas de la Lubianka en Moscú y las temibles sesiones de interrogatorio y tortura, a manos de la NKVD o su sucesora, la KGB, llegaban el hacinado traslado en vagones de tren hacia los campos repartidos por Rusia. Allí les esperaban jornadas de extenuante trabajo forzado de 14 horas a 50 grados bajo cero o con extremo calor, maltratos y violencia, hambre y enfermedad y, en el caso de las mujeres, violaciones generalizadas de las que ellas eluden hablar. Es el relato que comparten quienes de los años 20 hasta más allá de la era Jruschov, en los 70, fueron condenados al gulag soviético. Allí penaron, además de presos comunes, los que el Estado llamaba «enemigos del pueblo».

De ellos, Monika Zgustova, escritora y traductora checoespañola, entrevistó a nueve mujeres que, refugiadas en «la amistad y la cultura», sobrevivieron a ese «otro Holocausto», que poco tiene que envidiar al genocidio nazi en víctimas, unos 14 millones. «De 1929 a la muerte de Stalin, en 1953, murieron dos millones y medio de personas, de ellas, medio millón eran presos políticos; pero el gulag no se abolió oficialmente hasta 1987, con Gorbachov», señala la autora, que vertió esos nueve absorbentes testimonios en Vestidas para un baile en la nieve (que lanza este miércoles, Galaxia Gutenberg).

Experiencias vitales

«El gulag está lleno de historias de hombres, oscuras y dramáticas, sin esperanza. Pero al buscar el punto de vista de las mujeres vi que sus experiencias eran vitales, que valoraban al máximo vivir porque cada día podía ser el último. Decían que si tuvieran otra vida querrían volver a sufrir el gulag, porque esa dureza les dio las vivencias más profundas de amistades y amores que nunca encontraron al volver a la vida normal», explica Zgustova.

«La estancia en Siberia fue tan enriquecedora... Allí tenía amigos de verdad en los que podía confiar como después no he vuelto a confiar en nadie», le contaba Zayara Vesiólaya, arrestada (como su madre y hermana) en 1949 siendo estudiante y cuyo padre escritor fue fusilado. Con idéntico panorama familiar y en la misma línea le hablaba Ela Markman, pena de 25 años por ser de un grupo juvenil disidente: «El gulag, precisamente por ser terrible, es enriquecedor. Se trata de una situación límite que te lo enseña todo de ti misma y sobre los que tienes a tu alrededor, sobre el ser humano».

En el gulag hallaron «violencia y maldad. Estaban rodeadas de presas y presos comunes que las odiaban y maltrataban igual que los guardias y eran sometidas a continuas violaciones, aunque no hablan de ello», señala la autora de Las rosas de Stalin». Elena Korybu-Daszkiewicz, enfermera, prefirió ir a las minas y arriesgarse a ser prostituida antes que ser la esclava sexual del médico del campo. «En las condiciones extremas que me tocó vivir -rememoraba- fui testigo de cómo el hombre puede aniquilar a otro hombre con un solo gesto o cómo puede salvarle la vida únicamente mirándolo con bondad».

«En el campo conocí el mal por el mal: hacer daño sin necesidad. De eso ningún animal es capaz, solo el hombre -evocaba a su vez Valentina Íevleva-. He tratado a personas que me salvaron la vida dando la suya por mí. Y a enemigos que me atacaron con un cuchillo».

Pero es Natalia Gorbanévskaya, disidente conocida en Occidente (Joan Baez le dedicó una canción), que en 1968 dirigía una revista clandestina, quien aún sabiendo que «sería revivir la tortura», le confesó «lo más duro que le puede pasar a una persona»: ser encerrada (dos años) en un psiquiátrico para enemigos del pueblo. Allí, médicos «títeres del KGB» les daban drogas psicotrópicas que provocaban Parkinson y pérdida de memoria. Algunas presas enloquecieron de verdad.

Delaciones

Aunque a menudo no existía motivo oficial de detención, además de la disidencia había circunstancias que eran pasaporte casi seguro para el gulag: las delaciones de amigos, vecinos o colegas; acusaciones de colaborar con los alemanes (como Korybu-Daszkiewicz, detenida tras la batalla de Stalingrado porque «consideraron que la población entera de los territorios ocupados por los nazis se componía de colaboracionistas y traidores»); tener contacto con extranjeros (como Valentina Íevleva, que tuvo un hijo de un soldado estaounidense en 1944; o la actriz Tatiana Okunévskaya, por tener un amante indio y haber despertado el interés del mariscal yugoslavo Tito por su belleza; antes, el temido Beria, jefe de la policía secreta, la violó tras prometerle liberar a su padre y abuela sin decirle que ya habían muerto en el gulag).

También se podía acabar en los campos por negarse a delatar a compañeros (como la madre enfermera de Galia Sfónova, nacida en el gulag en 1942, a la que la «rabia, desesperación y depresión» de su entorno le parecían tan naturales como los perros de los guardias), o simplemente por tener familiares ya condenados.

Otra práctica era castigar a la familia. Ela Markman cuenta cómo conoció en el gulag a Ariadna Efrón, hija de la poeta Marina Tsvetáieva, amiga de Borís Pasternak, que se suicidó al ver también cómo su marido era fusilado. La represión golpeó también a Pasternak: su último amor, Olga Ivínskaya, que le inspiró el personaje de Lara en El doctor Zhivago, fue detenida embarazada de él y abortó antes de ser enviada cinco años a un campo. Al volver, él publicó la novela, prohibida en Rusia, en 24 países. Le dieron el Nobel en 1958 pero renunció: temía que volvieran a enviar a Olga al gulag. Y lo hicieron, junto a su hija Irina, pero tras la muerte de Pasternak.

Para Zgustova son relatos tristemente conocidos pues su propia familia fue perseguida por el comunismo, abandonó Checoslovaquia cuando ella tenía 15 años. Su padre, profesor universitario en la Praga de los 50, se negó a delatar a compañeros. Ella, como las mujeres que entrevistó, provenían de entornos donde la cultura era esencial. «Refugiarse en la literatura y la cultura era básico para sobrevivir. Si eres capaz de crear un poema en tu cabeza y memorizarlo porque no tienes con qué escribir, si eres capaz de ver la belleza, de recordar un aria de ópera... Ya tenían una batalla ganada, les daba fuerza mental», apunta. Muchas admiten que les salvó la poesía, como Gorbanévskaya o Pechuro, que recuerda cómo Lina, mujer del músico Serguéi Prokófiev, la introdujo en un grupo que tras 14 horas en las minas se reunía a leer poemas. Otras, como Íevleva y Okunévskaya, tras el trabajo actuaban en espectáculos que dirigía otro preso, el compositor estonio Heino Eller.

Volver a la vida cotidiana no fue fácil para ninguna. «Se sentían fuera de lugar, inadaptadas, incomprendidas. Ante lo vivido, veían frívolo, banal, supérfluo y una pérdida de tiempo ir a tomar un café, una copa o a cenar fuera». A ello hay se añade la dificultad de hallar trabajo, pues nadie se arriesgaba con expresas. Sin embargo, salieron adelante, entraron en la universidad y lograron éxito profesional, como Korybu-Daszkiewicz, reconocida especialista cibernética e informática. Como decía Pechuro «el gulag, o te convierte en un monstruo o te da una coraza a prueba de todo».