A estas alturas, yo estaría viendo si tengo algún pijama limpio, o algo que se parezca a un pijama; ropa de abrigo, suficiente dinero ahorrado (la última vez me gasté 700 euros), batería en el móvil, las entrevistas pendientes de hacer en el ordenador, por si acaso; una férula, calcetines, el cuaderno que nunca uso y el estómago a prueba de bombas, por el quezalteca y el mezcal, pero este último fin de semana de febrero se nos ha quedado vacío.

Las razones y los inmovilismos ya los conocemos.

Yo, que estoy sin mi fin de mes más esperado del año, me quedo con la suerte que tuve. La de acercarme a Gonzalo Hidalgo Bayal y decirle que no le había entrevistado nunca porque soy muy fan y me daba vergüenza y acabar comiendo tortilla de patatas y hablando de Georges Perec y ponerme de pie para aplaudirle cuando ganó el primer Premio Centrifugados, porque ante este señor, o te pones de pie o te pones de rodillas. Abrazar a Luis Landero al año siguiente. Aprender de poesía escrita por mujeres gracias a un hombre mexicano que es un enorme poeta y que se llama Jorge Posada. Llorar cuando escucho a Omar Pimienta hablar de la frontera, de que la frontera es un lugar de nostalgias, reivindicar el error con Eleonora Finkelstein, pensar en por qué a las mujeres rurales se les ha dicho siempre que hablan mal y leer y releer CO CO CO U, de Luz Pichel, con esa traducción magistral de Ángela Segovia. Incorporar a Lara López a mi vida. Y a Ernesto Suárez, Javier Desvelo (en realidad, Fernández Rubio, pero…), Elena Román. Los Víctor (Peña y Martín Iglesias). Álex Chico siendo generoso como solo Álex Chico sabe ser generoso. Y Rocío Cerón y Juan Carlos Mestre y Sara y Cisco y Borja y Mayte, Alberto, Gonzalo, Paco Najarro.

Conocer a María José Garrido y a David Domínguez Manzano. Estar con Pablo Cantero.

Que Ferran trajera galletas.

Debatir. Comer pizza. Volver a debatir. Volver a comer pizza.

Tres kilos de más me traía yo de Centrifugados. Tres kilos. Eso me lo ahorro este año, que todavía no me he quitado los de Navidad.

Mantengo la esperanza, de todos modos. De pizza o de tortilla, o de las dos.

Mientras tanto, cuento anécdotas.

Mi padre, que murió a los 70 años, llevaba desde los cuatro escuchando ópera y música clásica. Nada más. Y estudió canto y era lo que podríamos llamar un melómano en toda regla. Una enciclopedia, vamos. Pues bien: cuando cumplió 60, me miró y me dijo: «Por fin entiendo a Wagner». Fue una de las cosas más celebradas en mi casa, se lo aseguro. Martín Baeza-Rubio se pone al frente por primera vez de la Orquesta de Extremadura esta misma tarde, a las ocho y media en el palacio de congresos de Cáceres. Baeza-Rubio se formó como trompetista, muy destacado. Ha actuado en todo el mundo y debutó como director en el mismo auditorio donde se celebra el concierto de año nuevo de Viena. Es, también, director titular de Berlin Opera Chamber Orchestra desde 2013. Estuvo trabajando con ese visionario llamado Jorma Panula, que ha compuesto óperas en las que ha mezclado también artes visuales y arte cotidiano y con Lorin Maazel y Claudio Abbado. Dice que uno no acaba de formarse nunca.

Discutir sobre Wagner, dice, es como hablar del sexo de los ángeles, porque el debate sería inacabable. Para tocarlo hay que estudiar sus estructuras, comprenderlas, apresarlas. Esa complejidad hay que entenderla bien para que se escuchen cada uno de sus temas y, armónicamente, cuenta Baeza-Rubio, Wagner usa una serie de giros de los que hay que saber también por qué ocurren y cómo.

El holandés errante es una leyenda, un barco fantasma que nunca pudo volver a puerto. Si otro barco lo saluda, su tripulación tratará de hacer llegar sus mensajes a tierra, a personas muertas siglos atrás. Wagner dijo que se había inspirado para escribir El holandés errante después de un viaje de Riga a Londres bastante movido, pero en realidad es un relato que Heinrich Heine hizo de la leyenda en una novela, Las memorias del señor de Schnabelewopski. Habla de amor. De la redención que produce el amor.

Y Brahms es una delicia. Su sinfonía 2 no es la que más se programa, «porque también tiene sus dificultades: tiene una serie de dibujos y de texturas complejos». De todos modos, por lo visto, una de las circunstancias que contribuye a lo que conocemos como «felicidad», que es un concepto volátil y raro, es aprender algo nuevo cada día. O algo viejo, pero que sea más difícil aún.

La amalgama de naciones que constituye la Orquesta de Extremadura es una suerte para esto. Uno puede aprender a chapurrear varias palabras en armenio o en moldavo; saber cómo se estudia música en otras partes; que te den la receta familiar de la masa de pizza y que te enseñen cómo se prepara porque, al fin y al cabo, es pan. Pan. El pan que usan en casi todas las culturas desde hace milenios con reverencia y besos. Ahora esos músicos tienen hijos, pequeños, que van a los conciertos y, oh sorpresa, saben quedarse callados como tumbas, porque su padre está tocando, su madre está tocando. Y, oh, sorpresa, no sacan el móvil.