La última novela de Luis Rodríguez 8,38 (Candaya) se abre con citas dispuestas a modo de caligrama y declaración de intenciones. «Abderramán III solo fue feliz 14 días». «Los artilleros estaban tan cansados de matar que pusieron sillas». «Con ese estilo de sombrero debe llevarse la boca ligeramente abierta». «Mientras se procedía al exterminio, Himmler estudió disimuladamente a los encargados de llevarlo a cabo, incluido yo mismo». Lo que sigue es una novela (o algo así) sobre la imposibilidad de escribir una novela. Ya está, dirá más de uno, el último jovenzuelo posposmoderno obstinado en epatar al lector...

Y se equivocará de plano porque Luis Rodríguez no tiene nada que ver con eso. Con 60 años, una trayectoria de empleado de banca y un aspecto de señor normal se podría decir que se le puede comparar a un sofisticado menú de Ferran Adrià servido en una caja de McDonalds. Cero pretensiones, en lo que respecta al trato. Nadie más alejado que él de la vida literaria (que como bien sabía Juan Marsé no debe confundirse con la literatura). De ahí que 8.38 sea una de las obras más sofisticadas y a la vez más divertidas y juguetonas de la última literatura española y Rodríguez, un señor normal y a la vez un autor transgresor al que seguirle la pista.

Luis Rodríguez (nacido en Cantabria trasplantado a Benicassim, tras unos años de vivir en Barcelona) necesita presentación. Empezó a publicar «tardísimo», a los 50 años porque antes de eso andaba siempre detrás de la frase perfecta que reescribía una y otra vez sin acabar de fijarla jamás. Y mientras tanto iba ocurriendo su vida de familia, los hijos y el pluriempleo. Hasta que un día mandó un relato a un premio literario que enamoró a un miembro del jurado, el novelista Ricardo Menéndez que supo ver que allí había algo y le apretó las clavijas para que escribiera una novela. Por suerte, Menéndez Salmón ejerció de editor, puso coto a las dudas y las inseguridades, supo decirle a Rodríguez cuando tenía que cortar el cordón umbilical con la novela y así apareció su primera ficción larga, La soledad del cometa, tras la que vinieron Novienvre (así con uve) o La herida se mueve.

«Yo creo que sin Menéndez Salmón no sería el escritor que soy, el supo ver en mí lo que yo no acababa de saber», dice un parlachín y apasionado Rodríguez, cuya charla vivísima se dispara y chisporrotea no tanto para hablar de sí mismo como para entonar una admiración jubilosa por escritores como J. M. Coetzee, Philip Roth, César Aira o Enrique Vila-Matas. Su literatura, como la de algunos de ellos, también tiene un algo de juego, de ejercicio oulipiano. A saber, El retablo del no, su anterior novela presenta dos versiones distintas (para abordar la segunda solo hay que darle la vuelta al libro y empezar a leer por la contraportada). La primera tiene 10.000 palabras y la segunda, 20.000, en las que están integradas las 10.000 de la otra versión. Suena raro. Y es raro, pero además, atractivo e ingenioso, una excelente carta de presentación de su literatura.

En 8.38 se cuenta una historia que apenas tiene trama con ocurrencias e historietas imposibles en la que Luis Rodríguez es un personaje al quizá se haya asesinado o bien se ha suicidado. «Para mí, el suicidio es un puro juego intelectual, me gusta imaginar lo que pasa por la cabeza de alguien que está cayendo desde el séptimo piso. Algo que solo te permite la fantasía porque en la realidad es grave y terrible, no vale tomárselo a la ligera».

La hora final

8.38, el extraño título es la hora a la que se detuvo la literatura. Bueno, en realidad, no. Es la hora en la que Dostoievski moría en su domicilio. Allí un reloj quedó detenido en ese instante. «A mí es una metáfora que me sirve para preguntarme qué es lo que ocurre cuando la literatura se detiene. Esta novela es un intento de comprender eso pero también de saber que no vas a tener una respuesta». Hasta que no lo comprendió y un editor lo metió en vereda, daba vueltas obsesivamente a sus frases sin encontrar la versión perfecta. Ahora, sigue sin tener todavía esa certeza, pero ha comprendido que en esa duda está el núcleo incandescente de su escritura.