Los perros nunca lo han tenido fácil en los deslumbrantes mundos de Wes Anderson. A lo largo de sus películas, los personajes caninos han sido sucesivamente atropellados, golpeados, envenenados con arándanos y atravesados con una flecha. ¿Es que el director tejano tiene algo en su contra? La película que hoy estrena en España, su segunda incursión en la animación stop-motion después de Fantástico Sr. Fox, deja claro que no. «Se supone que los perros son mucho menos inteligentes que los humanos, pero por otro lado tienen una increíble capacidad de compasión», recordaba Anderson hace unas semanas en la Berlinale. «Si ellos pueden amar tan profundamente, ¿por qué nosotros no?».

Isla de perros, en efecto, es pura propaganda en pro de los mejores amigos del hombre a pesar de que su sinopsis sugiera lo contrario: transcurre en una metrópolis nipona dentro de 20 años; con el fin de contener una epidemia de fiebre canina, las autoridades han desterrado a la población perruna a Isla Basura, un lugar horrible sembrado de montañas de detritus y fábricas ruinosas. A partir de esa premisa, mientras relata la aventura de un niño que trata de encontrar a su perro y de los cinco chuchos que acceden a ayudarlo, la película invita a repetidos visionados. Todas las de Anderson lo hacen. Su secreto está en que funcionan como muñecas rusas: mientras las contempla uno inevitablemente queda maravillado por su afiligranada superficie, pero hay mucho más que descubrir.

En ese sentido, la versión de Japón que Anderson construye aquí es una plétora de referencias basadas en el amor del director por el cine y la cultura pop nipones. Sus escenas incluyen homenajes a las películas de ciencia-ficción de Ishiro Honda y a las intrigas criminales de Seijun Suzuki y están llenas de citas a El perro rabioso (1949) y El infierno del odio (1963) y otros thrillers de Akira Kurosawa. «Siempre me han fascinado la atmósfera y el aire de misterio de esas películas», confiesa Anderson. «Quiero creer que, si en 1960 Kurosawa hubiera hecho una película ambientada en el futuro, se habría parecido a la mía».

A lo largo de la película vemos fragmentos de teatro kabuki y de peleas de sumo, oímos numerosos haiku y tambores taiko y, en una escena, se nos ofrece un tutorial de preparación de sushi. El homenaje que Anderson ofrece es inequívocamente afectuoso, pero eso no ha evitado que una parte de la crítica lo haya acusado de apropiacionismo cultural. Según esos detractores, lo que aquí hace el director no es adaptar su idiosincrático estilo a las particularidades de la cultura japonesa, sino justo lo inverso. Es una acusación que, hasta cierto punto, él no niega. «En muchos aspectos he tratado de ser fiel a ese folclore, pero al mismo tiempo lo he querido retratar de acuerdo a mi propia sensibilidad. Es el mismo método que he seguido en todas mis películas». Anderson ya sufrió acusaciones similares cuando estrenó Viaje a Darjeeling (2007), en la que tres hermanos estadounidenses viajaban por la India. «Al fin y al cabo, los mundos en los que mis películas transcurren nunca pretenden parecerse al mundo real».

Aunque indudablemente cierta, esta última afirmación requiere ser matizada. Isla de perros explora asuntos como el racismo, la xenofobia y la persecución de minorías, y retrata a líderes autoritarios que manipulan la verdad con el fin de satisfacer sus corruptos intereses. Dicho de otro modo, es una versión fantasiosa de nuestro mundo. Anderson rechaza establecer paralelismos. «Sí reconozco que el Holocausto nunca estuvo lejos de nuestros pensamientos», explica. «Pero no quiero llevar a nadie a engaño: la intención fue contar algo más parecido a un cuento de hadas».

En última instancia, eso sí, Isla de perros no se parece tanto a la cultura japonesa o al sombrío escenario político de 2018 como al mundo ficticio que Anderson ha creado a lo largo de su carrera. Aquí están las mismas obsesiones temáticas -el valor de la lealtad- y los mismos personajes de adictos a la melancolía, y las composiciones precisas y los tupidos diseños de producción; y aquí está también esa forma tan particular de mirar que hace que hasta una panda de chuchos escarbando entre la porquería sea algo increíblemente hermoso.