Los Oscar son, entre otras cosas, un gran anuncio publicitario, no en las afueras de un pueblo de Misuri, sino lanzado a una audiencia global. Es el momento del año en que la poderosa industria del cine realiza su mayor campaña de relaciones públicas, celebrándose a sí misma y tratando (con distinto éxito) de modelar su imagen. Y el domingo, en una 90ª edición que llegó marcada por los escándalos de abusos sexuales que empezaron a destaparse con la exposición de los del productor Harvey Weinstein y que acabó dominada por el titular del triunfo de La forma del agua y Guillermo del Toro, el mensaje que la Academia intentó lanzar fue uno de diversidad.

Esa es una de las cuentas pendientes en el microcosmos de una industria y una Academia marcadas por la endogamia, mal contra el que les está forzando a dar pasos la rebelión y el buen trabajo de quienes durante décadas han sido sus víctimas, ya sean negros, mujeres o inmigrantes. Y a todos, en nominaciones incluyentes, premios con mucho de salomónicos y una gala presentada por segundo año consecutivo por Jimmy Kimmel, se les hicieron esforzados guiños, aunque la verdadera fuerza la tuvieron quienes, estatuilla o micrófono en mano, alzaron la voz.

La coronación de la fábula de Del Toro, un canto a la diferencia creado por un apasionado del cine que se proclamó orgulloso «inmigrante» en los EEUU donde Donald Trump los demoniza, no tiene la radicalidad que latía tras la elevación del año pasado de la película Moonlight. Es un Oscar más políticamente correcto pero también lógico y, además, efectivo para la Academia. Porque por cuarta vez en cinco años, tras el triunfo de Alfonso Cuarón y el doblete de Alejandro González Iñárritu, un mexicano se llevó el Oscar a la dirección en Hollywood. Y se daba altavoz a un mensaje como el del cineasta de Guadalajara, que recordó desde el escenario que el cine permite «borrar líneas en la arena cuando el mundo nos está pidiendo que las hagamos más profundas».

Los Oscar sabían también que tenían que enfrentar el maltrato de la industria a las mujeres, cuyo máximo exponente son abusos como los de Weinstein pero cuya realidad va más allá del acoso o la agresión sexual. Se dio espacio, más en las nominaciones que en los premios, a mujeres como Greta Gerwig (aunque Lady Bird se fue de vacío) y Rachel Morrison, primera directora de fotografía nominada (desafortunadamente el año en que, por fin, gracias a Blade Runner 2049 y tras otros 13 intentos, Roger Deakins lograba la estatuilla). Kimmel trató el problema mezclando ironía y seriedad («tenemos que ser un ejemplo»). Y tres de las mujeres que acusaron públicamente al productor (Ashley Judd, Annabella Sciorra y Salma Hayek) hablaron del fin del silencio, de la suma de nuevas voces como las de #MeToo y Time’s Up, antes de dar paso a un vídeo donde se reivindicó un Hollywood incluyente e interseccional.

Fue, no obstante, la frescura y potencia del discurso de Frances McDormand, con su flamante segundo Oscar como actriz protagonista por su trabajo en Tres anuncios en las afueras, la que hizo viva, visible y emocionante la reivindicación. «Todas tenemos historias que contar y proyectos que necesitan financiación», dijo tras haber hecho visibles a todas las mujeres nominadas y premiadas al ponerlas en pie.

CUBRIENDO CUOTAS / Con los dos Oscar a guión, el original para Jordan Peele por Déjame salir y el adaptado para James Ivory por Call me by your name, los académicos parecían cubrir también otras cuotas. Reconocían, merecidamente, a una voz negra y nueva como la de Peele, el cómico que en su opera prima se ha atrevido a combinar el horror y la sátira para hablar de racismo y ha recaudado 255 millones de dólares en todo el mundo. De paso se libraban de meterse en el debate que ha ensombrecido en la recta final de la campaña Tres anuncios en las afueras. El británico Martin McDonagh ha sido acusado por algunos de haber hecho una caricatura (y racista) del racismo y de EEUU, pero se diría que muchos de quienes critican no recuerdan que movimientos contra la violencia policial como Black Lives Matter no son pasto de la ficción.

En Ivory, mientras, los académicos premiaron a un hombre de 89 años (el mayor galardonado nunca en los oscars competitivos) por su trabajo en la película sobre el despertar sexual y emocional de un adolescente en una relación homosexual.

Otros premios permitían también a la Academia congratularse como asilo de películas que conectan con la sociedad viva. Al elegir en categoría de habla no inglesa Una mujer fantástica, con la que Sebastián Lelio lleva por primera vez un Oscar a Chile, estaban reconociendo una película que delicada y efectivamente pone el foco en las barreras sociales que sufren los transgénero. Y al premiar a Coco por partida doble abrían las puertas a discursos como el de Lee Unkrich, a favor de historias que «nos acerquen a un mundo donde todos los niños pueden crecer viendo personajes en las películas que se ven, hablan y viven como ellos. La representación importa».

Lo sabían estos Oscar, aunque como recordó Kimmel las mujeres sigan siendo directoras de solo el 11% de las películas y aunque la Academia aún sea predominante blanca (91%) y masculina (76%).