Dado que la cobertura informativa de los casos de pederastia en el seno de la Iglesia a menudo pone el foco en los perpetradores, de entrada es digno de elogio que ahora la nueva película de François Ozon preste máxima atención a las víctimas. Presentada ayer a concurso en la Berlinale, Gracias a Dios se basa en un caso de abusos que sigue abierto en los tribunales franceses, y en concreto retrata de forma sucesiva a tres de las víctimas integrantes de la asociación que llevó a cabo las denuncias.

A lo largo de su carrera, Ozon ha tocado asuntos como el sida, la homofobia y el sexismo, pero por lo general está en las antípodas de lo que entendemos por un cineasta social. Esta es la primera de sus películas basada en hechos reales extraídos de la prensa, y se resiente gravemente de esa circunstancia. Por un lado, a lo largo de un metraje innecesariamente largo el relato avanza sin ningún tipo intensidad o pulso dramáticos, tal vez paralizado por la responsabilidad de ser fiel a los hechos. Por otro, acusa una sorprendente falta de sutileza no solo al subrayar los traumas que los abusos causaron en quienes los sufrieron, sino también al tocar temas como la cultura del silencio extendida tanto entre la jerarquía eclesiástica como los familiares de las víctimas y la hipocresía de una religión para la que pedir perdón basta.

En cualquier caso, la actitud que Gracias a Dios acaba adoptando hacia la Iglesia católica peca de cobarde. Ozon expresaba ayer su esperanza de que la película contribuya a ahondar el debate y erradicar la lacra de los abusos. De ser eso cierto, resulta inexplicable que la simplifique como lo hace, convirtiéndola en un problema causado por un sacerdote enfermo y sus jefes y no en el caso de corrupción sistémica que realmente es; que pretenda que todos los escándalos destapados en los últimos años alrededor del mundo no han existido, y por tanto no exigen reflexiones más hondas.