Dicen nuestros amigos de Santander que no se imaginaban que en Cáceres hubiera tantas cosas hermosas que ver, ni que fuera tan agradable pasar dos o tres días visitando esto y aquello, y comiendo como se come. Esperemos que Rosa, Berto, Esther y Dámaso se hayan llevado un grato recuerdo de su estancia. Los llevamos a ver Intramuros una anochecida y fliparon con la monumentalidad, las luces nocturnas, el silencio y esa urdimbre intemporal de los siglos.

El día siguiente lo pasamos en el Geoparque de Villuercas, y como una mañana da muy poco de sí, entramos en el monasterio de Guadalupe para que palparan el ámbito donde ha habido tantas cosas y tantas gentes. Y de las chuletillas de cabrito del restaurante de aquel rincón, no te quiero contar. Pero el turismo es una cosa y la caza otra. Ellos siguieron viendo esto y aquello y nosotros, Ari y servidor, madrugamos el domingo para meternos, hasta las trancas, en el fervor de la caza al salto. «Ese don José no sabía lo que es sudar una perdiz por una ladera» decía El Barbas. Y cuánta razón. Nos dimos una paliza de órdago en ese retamar hostil de el Coriano durante cinco horas, para venir a tirar una perdiz casi por milagro.

Pero claro, «sarna…etc», ya saben. Menos mal que la lluvia nos dejó tranquilos, porque nos temíamos lo peor la tarde previa, cuando visitábamos Trujillo con nuestros amigos y el agua apenas nos dejó enseñarles el perfil de aquel perulero que protagonizó la gesta del imperio incaico. Diciembre avanza que da pánico, cuando menos miremos, Nochebuena, la caza de invierno.