La relación actual de los rusos con los Románov es ambivalente. «Los que reinaron después de 1850 fueron un desastre y hoy se les mira con desdén. Pero hay orgullo patrio hacia los anteriores. Sobre todo hacia Pedro y Catalina, los grandes», apunta Montefiore. Aunque era prusiana de nacimiento, la esposa del zar Pedro III -y emperatriz entre 1762 y 1796- se ganó el afecto de sus súbditos por lo mucho que engrandeció el imperio y por cómo lo enriqueció culturalmente, importando de Europa los libros, las leyes y la medicina que triunfaban en ese momento en el continente.

Otra cosa era su vida privada. «Fue muy brillante y trabajadora, pero siempre se sintió sola en una corte donde no tenía familia», analiza el historiador. Las carencias afectivas, Catalina las suplió a base de amantes. Su fogosidad sexual, que nunca disimuló, ha quedado como uno de sus estigmas para la historia. Grigori Potiomkin, miembro de su gobierno, fue su querido más famoso, pero no el único. Llegó a tenerlos hasta 40 años más jóvenes que ella, y a todos los obsequió con importantes cargos y ricas posesiones.

Insaciable y ninfómana, Catalina mandó instalar una habitación del sexo en el palacio de Tsárskoye Selo. No hubo noticia de esta sala hasta que fue descubierta por los nazis en la segunda guerra mundial. Por suerte para la historia del erotismo, los soldados no destruyeron la estancia, sino que se dedicaron a hacerle fotos. Entre el mobiliario, repleto de detalles lúbricos, llamaba la atención la colección de falos de madera.