La edición tiene extraños azares. A la superventas Elena Ferrante le costó arrancar el favor del público multitudinario. Concretamente hasta que la crítica de The New York Times Michiko Kakutani acuñó el término Fiebre Ferrante. Pero la autora italiana no quiso desembarcar sola, su tarjeta de presentación fue declararse discípula de Elsa Morante (Roma 1912-1985). Discípula y algo más, porque su seudónimo remitía directamente al nombre de su maestra. Así en Italia, la fiebre Ferrante ha traído aparejada el revival de Morante, la escritora fervorosa y solitaria que sedujo a la sociedad italiana desde los años 40 hasta los 70. Y aunque en su momento quizá se la recibió a la sombra de su marido, el famosísimo Alberto Moravia, hoy es considerada un clásico indiscutible por derecho propio. Y sus ventas son en la actualidad superiores a los del autor de El conformista.

Es difícil identificarse con esta mujer elusiva, empeñada en los amores más difíciles, que se dejaba arrastrar en la vida y la escritura por la desmesura de las pasiones. De ahí que Morante no sea tanto una escritora tan amada (por rara ) por los lectores como admirada por la complejidad y alta temperatura de los sentimientos (material siempre peligroso) que despliega. Y eso es más interesante.

Silvia Querini lleva media vida editora luchando para que Morante sea más leída en castellano. Su último intento de traerla a las librerías empezó hace unos años con la edición en su sello, Lumen, de la entonces inédita Mentira y sortilegio, su primera novela, más de 1.000 páginas autobiográficas y febriles. A Morante le gustaba jugar a tensar el límite. «La prueba es que envió el manuscrito de aquella novela desde Roma hasta Turín por correo ordinario sin haber hecho una copia», cuenta Querini. Por suerte, llegó bien a Einaudi y Natalia Ginzburg, su editora, una mujer sobria con un carácter diametralmente opuesto, declaró su emoción ante aquella primera lectura.

PRÓLOGOS DE TALLÓN / Ahora, tras esa novela y la prodigiosa La isla de Arturo, regresa La historia, quizá su obra cumbre. Todas estas ediciones de Lumen cuentan con un prólogo del escritor gallego Juan Tallón, uno de sus grandes admiradores. «Su reputación literaria tuvo que atravesar desiertos. A Morante no le ayudó ser una persona reservada y una escritora aislada y quizá tampoco que en sus obras se concitasen los seres invisibles, los débiles, los niños, las mujeres», explica Tallón.

La sulfurosa intensidad morantiana tiene muchos momentos estelares. En 1938, un año después de conocer a Moravia, este tuvo que disuadirla in extremis para que no arrojase aceite hirviendo sobre las cabezas de Hitler y Mussolini, que desfilaban en una limusina descapotable justo bajo la ventana de su piso romano (sí, el mismo desfile de Una jornada particular). O cuando, ya casada, se escapaba a todas horas para estar cerca de Luchino Visconti, de quien se había enamorado sin importarle su homosexualidad; una vivencia que tuvo su reflejo directo en la más sensual de sus novelas, La isla de Arturo.

FILIACIÓN Y PATERNIDAD / No es raro que su prosa fuera turbulenta. Sus primeros años no fueron plácidos. Para empezar, su padre oficial, el signor Morante, era impotente y el biológico apenas se preocupó por la criatura. Su madre, tan atractiva como lo fue ella, tuvo innumerables amantes y la pequeña Elsa siempre estuvo al tanto de todos esos pormenores. De ahí que cuestiones como la identidad y la paternidad sean fundamentales en sus ficciones.

Para Querini, Morante es la mejor cronista del siglo XX, algo que se aprecia especialmente en su novela La historia. Una ficción que integra dos niveles, la documentación histórica y el relato aparentemente neorrealista de las pobres gentes. La novela comienza en 1941 en la Roma ocupada. Una mujer poco agraciada llega a su casa con las bolsas de la compra y un soldado alemán de unos 18 años sube tras ella, la viola, se fuma un pitillo y pide perdón. Nunca sabremos nada más de él. «Esos personajes -valora Querini- ni siquiera llegan a la categoría de víctimas. La suya es una mirada a cortísimo plazo y no proclaman nada porque no se reconocen como víctimas. Su máxima preocupación es saber qué van a comer mañana». De ahí que la escritora exigiera a Einaudi que esa novela de más de 800 páginas tuviera un precio popular, algo equivalente a unos cuatro o cinco euros en la actualidad. No se equivocó. Fue un éxito clamoroso. Pero, por contra, buena parte de la crítica, vinculada mayoritariamente al Partido Comunista Italiano, se le puso de uñas. «Porque ella no ondeaba bandera alguna», reconoce la editora.

EXCESO Y ALUCINACIÓN / Años después de la muerte de la autora, Moravia -separado de facto, recaló después en Dacia Maraini y en la española Carmen Llera- confesó en una entrevista que quiso a su primera mujer, pero que nunca llegó a estar verdaderamente enamorado de ella: «Yo estaba fascinado por su carácter extremo, entregado y apasionado. Era como si cada día de su vida fuera a ser el último, justo antes de morir». Esa alta temperatura marca especialmente su estilo de una forma alucinatoria: «Su escritura siempre va en busca de algo oculto -dice Tallón- que obliga a profundizar en los personajes, como si los orígenes del dolor que experimentan se encontrasen tan abajo, tan lejos de la superficie, que esa exploración crease monstruos».