La penúltima entrega del triángulo amoroso que forman un vampiro con tupé, una adolescente con cara de indigestión permanente y un hombre lobo tan expresivo como un ropero es como un cóctel de gambas con solo dos o tres gambas perdidas entre un montón de lechuga.

En este episodio de la serie Bella y Edward se casan, ella por fin es desflorada, sufre un embarazo repugnante y da a luz a un ser mitad humano mitad vampiro.

Son varios momentos de traca, pero tan pocas cosas ocurren entre ellos, a excepción de incontables montajes a ritmo de pop ñoño, que poco más de media hora habría bastado para finiquitar esta primera parte.

Lo más frustrante es que las manos adecuadas, por ejemplo las de directores como David Cronenberg o Darren Aronofsky, harían maravillas con una historia cuya protagonista abandona la virginidad y la mortalidad y es casi destruida desde dentro por su propio bebé --la saga es tan defensora de la castidad que hasta el sexo dentro del matrimonio puede ser castigado--. Pero, dirigida por Bill Condon, esta opereta emo carece por completo de peligro o alguna carga de profundidad.

¿No cabría esperar siquiera una mínima reflexión sobre lo que Bella siente tras abandonarse finalmente a algo que tanto ha deseado y a lo que tanto se ha resistido?

¿Y no merece la rivalidad entre Edward y Jacob una nueva vuelta de tuerca? Sí, pero es verdad que tampoco hace falta: millones de jovencitas acompañadas de sus madres harán cola para ver una película que no tiene ni argumento, ni acción --excepto dos torpes combates nocturnos entre vampiros y lobos-- ni clímax, y les dará igual.