La última película de Terrence Malick, polémica Palma de Oro en el último Cannes, es inabarcable.

No por su duración, que es simplemente generosa (139 minutos, 30 menos que La delgada línea roja ), sino por los distintos estilos que baraja en un mismo filme y por todo lo que intenta contar a la manera de Malick, es decir, con mucha voz narrativa y reflexiva que tanto puede adelantar acontecimientos como subrayarlos o colocarse en una esfera paralela a la de las imágenes, con escenas breves y planos cortados al filo, con constantes elipsis y saltos narrativos dentro de un mismo bloque.

En el fondo, Malick siempre cuenta historias sencillas como la de Malas tierras (dos adolescentes escapando de la justicia), Días del cielo (la relación entre una pareja y un patrón), La delgada línea roja (la toma de una colina durante la segunda guerra mundial) y El nuevo mundo (la historia de amor entre el soldado John Smith y la india Pocahontas).

El árbol de la vida no es una excepción: un matrimonio pierde a su hijo, caído en combate en una contienda de la que no se nos dice nada, aunque la acción parece ambientada en los años 50.

Pero para relatar eso, la pérdida y la desesperación, y volver atrás en el tiempo para que veamos cual fue la relación entre el padre, el hijo, la madre y los otros dos hermanos, y después ir hacia adelante para mostrar el desarraigo de uno de los hermanos en la edad madura, Malick no duda también en remontarse a los orígenes de todo y mostrar, mediante hipnóticas imágenes de mares, desiertos, cielos y volcanes, como surgió la vida. Así es Malick, íntimo, expansivo, panteísta y ahora algo bíblico. Inabarcable.