Durante un rato, El rito juega a hacernos creer que investiga la tensión entre lo espiritual y lo médico, lo demoníaco y lo psicótico, pero lo hace con las cartas marcadas: el director Mikael Hafström, para quien la falta de fe --también conocida como fe en la ciencia-- no resiste el más mínimo análisis, defiende con firmeza la creencia en Dios, y quiere hacernos creer en él intentando en primer lugar que creamos en Satanás --muchos dirían que Satán sin duda ha anidado en los corazones de todos esos sacerdotes depredadores que abusan de los más jóvenes de su rebaño--.

Demostrar su existencia debería aportar una cantidad considerable de emociones a una película sobre posesiones demoníacas, pero paradójicamente sucede todo lo contrario.

Y es que, a pesar de los frecuentes gruñidos entre dientes que un desmadrado Anthony Hopkins nos regala periódicamente, El rito no llega a decidir si quiere ser una película de terror o una reflexión sobre la necesidad de exorcistas en el mundo moderno.

Incluye secuencias de exorcismo aquí y allá, pero no son nada que no hayamos visto antes --y mejor-- en otras películas. H»fström se ocupa más de la creación de una atmósfera inquietante que de provocar sustos genuinos, de ahí ese ritmo lento y esas secuencias charlatanas en las que, en todo caso, no hay lugar para el conflicto o caracterizaciones de verdadero interés.

"¿Esperaba cabezas giratorias y esputos verdes?", pregunta Hopkins en una escena.

Tal vez no, pero al menos sí cabía esperar que El rito no cometiera el mayor pecado imaginable de un thriller sobre exorcismos: hacer que el diablo resulte aburrido.