En la última película de Roman Polanski hay una trama endeble y unas conexiones más que evidentes con la realidad política y bélica de los últimos años (la contienda de Irak) que tampoco son tan relevantes.

El cine del director polaco está hecho de atmósferas y de detalles más que de argumentos y de personajes elaborados al modo clásico. El escritor no es una excepción. El escritor encarnado por Ewan McGregor, que debe poner en orden las memorias del primero ministro británico que interpreta Pierce Brosnan, se deja llevar por la espiral laberíntica de acontecimientos sin tomar a veces partido.

Es un escritor fantasma, un personaje sin identidad del que ni siquiera sabremos su nombre. Y sobre la identidad y la pérdida de la misma (o la asunción de los rasgos del otro, sean físicos o mentales) ha construido Polanski espléndidas películas: Repulsión , El quimérico inquilino , o, en menor medida, Frenético .

Como en aquel thriller parisino protagonizado por Harrison Ford, hay en El escritor un personaje involucrado en una trama que le desborda y un McGuffin plenamente hitchcockiano --aquí un manuscrito, allí un diminuto detonador de misiles-- que tiene un interés relativo. Lo que persigue Polanski en El escritor es la creación de una atmósfera densa que llega de la mano de la propia gestualidad distante de los actores, la iluminación en tonalidades grises y la composición aparentemente neutra de los encuadres. El escritor es una película de suspense, pero a la vez que respeta estas señas de identidad, las subvierte por la vía de la abstracción, del mismo modo que Chinatown no era ni un pastiche ni una película retro. Cuestión de mirada, de intensidad.