Hace ahora 13 años, David Gordon Green debutó en el largometraje con el onírico drama George Washington (2000), presentado en la Berlinale, y se convirtió en nuevo chico maravillas del cine indie y candidato oficioso a sucesor de Terrence Malick. En el 2008 decidió dar un giro gamberro a su carrera, que resultó en una comedia bastante graciosa, Superfumados (2008), y otras dos tan lamentables, Caballeros, princesas y otras bestias (2011) y El canguro (2012), que debieron de hacer recapacitar al muchacho. Al menos eso demuestra Prince Avalanche , la pequeña maravilla con la que ayer regresó a Berlín. En ella recupera esa primeriza capacidad para la poesía visual y la observación humanista, y la adorna con destellos de su más reciente vis cómica, convenientemente depurada.

Se trata esencialmente de un mano a mano interpretativo entre dos magníficos Paul Rudd y Emile Hirsch --el festival ya puede ir grabando el nombre de ambos en el trofeo al mejor actor--, en la piel de dos tipos que colaboran en la limpieza de una zona forestal devastada por un incendio. Alvin (Rudd) disfruta de la soledad y la naturaleza; Lance (Hirsch) es un fiestero que está ahí solo porque es hermano de la novia de Alvin, y este prometió encontrarle trabajo. En otras palabras, son como la cocacola y los Mentos: no combinan bien. Sin embargo, como explicaba ayer Green, "entre la destrucción de un bosque quemado renace la vida, y entre dos personalidades que se detestan crece la empatía".

Que la premisa no sea precisamente original no importa. Lo que importa es el modo en que Green hace crecer esa compasión mutua sin necesidad de ponerle palabras; es la melancolía que impregna hasta los momentos más lunáticos de la pareja; y es la contundencia con la que un relato de austeridad teatral se convierte en una experiencia cinematográfica tan delicada como exuberante. Prince Avalanche no habla solo de la regeneración de un paisaje o la de dos personajes en la encrucijada; es también, sobre todo, la reconstrucción de David Gordon Green.

En su quinta película como director, An episode in the life of an iron picker , el bosnio Danis Tanovic --Oscar en el 2001 gracias a su farsa bélica En tierra de nadie -- se inspira en un caso real de opresión social y discriminación racista que ocurrió en su país: una gitana estuvo a punto de morir después de sufrir un aborto porque, al carecer de seguro médico, los médicos se negaron a operarla a menos que abonara una suma que su marido, vendedor de hierro, no era capaz de conseguir.

Tanovic entró en contacto con la pareja que sufrió esa injusticia y los convenció de que la recrearan delante de su cámara. Incluso logró la participación de algunos de los doctores implicados en el incidente. Es decir, defiende con pasión sus intenciones políticas. Sin embargo, el resultado de su compromiso con el realismo y el naturalismo es una obra más bien inerte, carente de urgencia dramática y de pegada emocional. Por supuesto, eso no le resta al mensaje un ápice de su importancia.