Poco antes de morir, en 1874, en el que fue el último verano de su vida, Marià Fortuny pintó a uno de sus hijos tumbado al sol en la playa de Portici con una pincelada minuciosa y precisa. Se trata de una pequeña estampa del tamaño de una postal muy alejada, tanto en factura como en temática, de la pintura de género que su éxito y también su marchante, el todopoderoso Goupil, le imponían. Algunos siglos antes, entre 1425 y 1428, Fra Angelico pintó para el convento de Santo Domingo en Fiésole la famosa tabla La Anunciación , un icono de la historia del arte que en su parte inferior tiene una joya a la que pocas veces se presta atención: la predela. Una sucesión de cinco pequeñas celdas engarzadas en oro labrado en las que, también aquí de forma minuciosa y precisa, se narra la vida de María.

Lo que los une

¿Qué tienen en común, además de su refinamiento y perfección, dos piezas tan separadas cronológica y temáticamente? El pequeño formato, durante siglos denostado a favor del gran formato que era lo que daba fama y dinero a los artistas más celebrados; y la muestra que el Museo del Prado dedica hasta el 10 de noviembre, al arte de dimensiones reducidas: La belleza encerrada, de Fra Angelico a Fortuny .

La exposición, patrocinada por la Fundación BBVA, reúne 281 piezas, muchas de ellas inéditas y habitualmente encerradas, de ahí el título de la muestra, en los almacenes y depósitos de la pinacoteca. De ahí y del abanico cronológico que abarca. Desde la edad media, época en la que nació la pintura de tamaño limitado --con las predelas y los altares portátiles que los reyes, nobles y clérigos llevaban de un lado para otro-- hasta principios del siglo XX, cuando a la burguesía le agradaba abigarrar sus salas con pequeñas escenas mundanas. El mismo recorrido histórico, las mismas escuelas y los mismos grandes maestros (Rubens, Goya, Paret y Alcázar, y Teniers están ampliamente representados) que cubre el museo. Lo que permite a su director, Miguel Zugaza, afirmar que en la exposición "el Prado se muestra dentro del Prado en un ejercicio narcisista de admirar su propia belleza".

Una belleza que no solo se hallaba encerrada en los depósitos del museo sino también bajo el manto de barniz de muchas de las obras expuestas. Lo que ha obligado a restaurar y limpiar la mayoría de las piezas para dejarlas en el estado más cercano posible al que se encontraban cuando salieron de las manos de sus creadores. Un trabajo que, además, ha permitido asignar autorías como la del lienzo Cristo atado a una columna , ahora atribuido a Cornelio Schut.

Juego en la escenografía

El recorrido es cronológico pero como "no se trataba solo de dar un paseo esteticista sobre la belleza del museo sino que la exposición tenía que tener una dimensión más profunda", apunta Manuela Mena, su comisaria. La belleza encerrada también habla de la iconografía de las piezas: pintura religiosa, retratos, bodegones y paisaje; de su tipología: cuadros de gabinete, series y bocetos, y de los materiales empleados: desde la tabla a la hojalata (usada por Goya), al cobre y la pizarra.

Todo ello lo hace partiendo de una escenografía que recrea los gabinetes de antaño en los que las pequeñas grandes obras se exhiben a una distancia cercana que invita a la contemplación detenida. Y en la que divertidos juegos en el decorado permiten espiar desde una ranura los frontales de una arca nupcial pintados por Amico y Guido Aspertini; asomarse a La mesa de los pecados capitales de El Bosco como quien se asoma a un pozo y ver el reverso de un altar portátil desde varias salas.

Y ahí va un consejo de la comisaria: "Seguir el instinto, entrar en las emociones que refleja el arte, captar la belleza".