Un sigiloso caballero apura su copa en la cafetería del Parador de Mérida. Bebe solo, con la mirada perdida, en la mesa más esquinada del establecimiento. Sus huesudas falanges infestadas de anillos garabatean algo en un papel. Mucha gente se cortaría un brazo por tener tan cerca a ese hombrecillo, pero ni camareros ni clientes saben de quien se trata. Bob Dylan, la persona, se cuida bien de no parecerse al personaje. Tres décadas lleva intentando sacudirse los efectos alienantes de la fama. Ser invisible, observar sin ser observado aunque sea unos minutos, supone para él un respiro extraordinario.

Toño Martín y María Marzal, una pareja de Madrid que persigue a Dylan desde 1984, llegaron justo después de que el bardo abandonara la cafetería. Fue el pasado jueves. Paseaban por Mérida, haciendo tiempo para ver el último concierto de la gira española, cuando detectaron a varios de los músicos de la banda merodeando por las cercanías del Parador. Inmediatamente entraron al hotel. No le encontraron. Toño y María han asistido a seis de los 11 conciertos de la gira española y en las últimas décadas han viajado a verlo por toda Europa, pero jamás se han topado con él.

Leyenda

Donde sí se deja ver, aunque sea de perfil, es en el escenario. Hay que situarse a la izquierda para ver su cara, su divertido repertorio de muecas chaplinescas, pero lo que Dylan enseña en cada recital no es el rostro, sino el aura. Y no todo el mundo está preparado para percibirla. La verdad con la que canta es, ha sido y seguirá siendo su centro de poder.

Asistir a un concierto de Dylan con la esperanza de llevarse una foto fija de la leyenda es una posición suicida. Con esa actitud, lo normal es salir decepcionado. Dylan ya no es quien fue, ni pretende serlo. Nunca necesitó ser simpático y energético para emocionar. Ahora suena a Modern times , su último disco, profundo y sin adormos innecesarios. El nunca viaja hacia sus viejos éxitos, sino que invita a estos a viajar hacia él. Sus canciones siguen vivas. Crecen, se reproducen y se multiplican. No hay exhumación de cadáveres, sino mutación. Hasta el punto de que puede tocar la doliente Tangled up in blue en Jerez y que un cronista ni se entere: "Fue una lástima que no la tocara, porque es mi preferida", escribió.

No hay artista sobre la tierra que en cuatro conciertos casi seguidos --Alicante, Lorca, Jerez y Mérida-- eche mano de 40 canciones diferentes sin que se resienta la propuesta. No hay artista sobre la tierra que un buen día cante en vivo --Vigo-- una canción que no había interpretado nunca desde que la grabó hace 18 años: Handy dandy . La única cosa previsible que ha hecho en la gira ha sido cantar A hard rain´s a-gonna fall en Zaragoza.

Acontecimiento

Ante sí, Bob Dylan ha tenido en España tres tipos de público. Pegados al escenario, los llamados dylanitas de la primera fila. En el centro, de pie, los que se sienten atraídos por su figura de manera nada obsesiva. Atrás, sentados, los que acuden al acontecimiento social, a menudo con entradas regaladas.

En la primera fila, concierto tras concierto, se colocan los cazadores de esencias. Ahí están siempre Toño Martín y María Marzal. Y Guillermo Meléndez, profesor de la Universidad de Zaragoza. Y Francisco García, de Valencia, autor de Mapas de carretera para el alma, sobre las giras de Dylan entre 1989 y 1993.

A bordo de su autobús, Bob Dylan ha atravesado España, como Don Quijote. Solo su presencia en el Rock in Rio de Madrid ha generado impacto mediático, pero ha dado lo mejor de sí mismo ha sido en las pequeñas ciudades donde nunca había tocado. Las pequeñas audiencias son su debilidad. Bien podría dar una gira cada cuatro años y anunciar una falsa retirada para agrandar el mito. Pero no quiere eso. Los emeritenses que planeaban esperarlo a la salida para mantearlo como a Luis Aragonés no iban bien encaminados. Dylan no busca la gloria. Huye de sí mismo. No soporta estar en casa.

Su última noche, en Mérida, después de hora y media de risas golfas, como un Tom Sawyer de 67 años, salió a saludar meciendo los brazos y bailando extrañamente. "Míralo, no hay mayor forma de agradecimiento", se oyó decir en la primera fila.