El escritor escocés Philip Kerr (Edimburgo, 1962), autor de una treintena de libros, aunque será recordado por los 13 títulos que tienen como protagonista al oficial de las SS Bernie Gunther, falleció el viernes a los 62 años víctima de un cáncer. Irónico pero sensible, amable pero discretamente distante, consiguió con sus novelas lo que parecía imposible: hacer de un hombre que vestía el uniforme negro y la calavera un personaje con el que era posible empatizar, sin un miligramo de piedad o comprensión hacia los criminales nazis pero abriendo la posibilidad de entender a quienes se vieron arrastrados por esa maquinaria (y que, aunque lograron no convertirse en ejecutores en primera persona, tuvieron la decencia de no quitarse de encima el remordimiento y la vergüenza). «Es fácil hacerte el valiente cuando no tienes miedo», nos explicó en una ocasión.

Aunque los lectores hayan seguido con cierta continuidad la serie de Gunther, entre la trilogía inicial (Violetas de marzo, Pálido criminal y Réquiem alemán, publicadas entre 1989 y 1991) y el resto de las novelas hubo un intervalo de nada más y nada menos 15 años. Kerr intentó escapar de su creación y probar suerte en registros serios, la novela histórica más convencional e incluso la novela juvenil, publicada bajo el seudónimo de P. K. Kerr. Pero solo una de ellas, Una investigación filosófica (1992) tuvo un éxito apreciable, más de crítica que de público. Así que en el 2006 regresó a Gunther, intentando en las últimas novelas no repetir su fórmula tipo (alternar dos líneas temporales, una con episodios durante el régimen nazi y otra con elementos de su pasado prenazi o su futuro en la posguerra). «Nunca tienes que hacer lo que los lectores esperan de ti», nos dijo en una entrevista. «Detesto escribir novela negra como quien hace big macs», nos confesó en otra ocasión. Una presión que parecía sentir permanentemente: «Hay un límite para lo que resulta creíble. En cuanto una historia resulte inverosímil, sencillamente pararé de escribir sobre Gunther», prometía en el 2011.

Así que sucesivamente homenajeó a Graham Greene (en Si los muertos no resucitan y Gris de campaña, con episodios cubanos), ensayó con la novela detectivesca al estilo de Agatha Christie (Praga mortal y Un hombre sin aliento) y las novelas sofisticadas de espías de Somerset Vaugham y John le Carré (El otro lado del silencio). Ni siquiera el ensayo de la serie detectivesca-policiaca de Scott Manson (Un mercado de invierno y La mano de Dios) le permitió escapar de su personaje más carismático, de quien aún quedan por traducir al castellano Azul de Prusia y Greeks bearing gifts, que se publicará en el Reino Unido el 3 de abril.

En las novelas de Kerr el atractivo de la reconstrucción histórica y las contradicciones internas del personaje («siempre está en una cuerda floja moral, porque es un superviviente pero la supervivencia tiene un precio») ganaban a menudo a la trama policiaca. Porque la serie de Gunther tomaba como prototipo al detective chandleriano cínico y descreído, pero de buen corazón, sobre todo si una rubia le hacía caer, una y otra vez, en una trampa como un pardillo.

La deriva tópica del prototipo de detective cínico debería llevarlo progresivamente cada vez a un mayor desapego moral. Pero en el itinerario de Gunther sucedió lo contrario: a medida que en sus novelas se iban descubriendo capas de su pasado, sus exabruptos cínicos -al menos un chiste propio del brusco humor berlinés por página- pesaban menos que sus buenas intenciones. Policía de tendencias socialdemócratas que pasa a detective de hotel tras dejar la Kripo de Alexanderplatz tras la llegada de los nazis pero acaba entrando en las SS a la fuerza, convertido en solucionador de los problemas de algunos jerarcas del régimen, atisba los horrores del exterminio en Rusia pero consigue esconderse de ellos y, en la posguerra, tras un pasado de prisionero acaba inmerso en las redes de evasión de nazis y enredado en las intrigas tanto de la CIA como de la Stasi, para intentar huir de todo como conserje de hotel en la Costa Azul.