Habrá alguien al otro lado? En una lectura de poesía, en un concierto, en su casa o en el coche mientras tú lanzas palabras ante un micrófono, en una librería de esas que cuidan el catálogo de pequeñas editoriales en esta España nuestra en la que se publica más que en ninguna parte pero se lee menos que en casi ningún sitio. Siempre los hay, aunque solo sea uno el que se sienta tocado por un poemario que ella define como «un poemario humilde» y que, sin embargo, habla de memorias, de lugares que no están, como el Palentino de Madrid, de sitios que ya no son lo que fueron porque la persona con la que los construimos se fue, nos abandonó, murió (que es la forma más enorme de abandono).

«No alcancé a enseñarte / estos lugares. / Ahora sé que la dueña del restaurante / pagó a plazos su primera lata de anchoas, / una de esas grandes. / Diez mil pesetas. / A plazos. No hace tanto. / Miro a mi alrededor. / Mal día para comer a solas / en una provincia / en la que tú ya no estás. / Rescoldos de las vidas / que nunca tuvimos».

Ella es Lara López, que trabaja en Radio 3 dirigiendo el programa Músicas posibles, y que publicó en Xordica una novela que es también poesía y que se titula Óxido. Luego, en Papeles Mínimos, editó un poemario, Insectos. Hay dolores, pérdidas, miedos, esperanzas, historias que se deben reconstruir porque una también escribe para que el lector complete, desde donde está él, desde lo que él es, o desde lo que no es pero querría ser.

«La patria se siente como un dolor agudo al que no llega uno a acostumbrarse». Eso lo dijo Arturo Barea, cuando le forzaron al exilio. Vomitaba cuando oía a los aviones de la segunda guerra mundial porque le recordaban a la guerra civil. Con los mimbres que recordaba de su vida, escribió La forja de un rebelde, que luego se hizo serie de televisión, la vio un inglés, se enamoró de ella, investigó y descubrió que, como pasa muy a menudo, Barea era más querido fuera que dentro. Él también reconoció a Inglaterra como patria: «El primer acto de Inglaterra para mí fue abrirme sus puertas, simplemente porque era un desgraciado sin patria por defender ideales de humanidad y fraternidad dentro de una comunidad libre que había perdido su libertad por la violencia. El segundo fue ayudarme en mi miseria. El tercero fue darme un puesto en la lucha que este mismo país entabló seis meses después de mi llegada por defender sus propias libertades contra los que, al igual que rigen hoy en mi país de origen, pretendían regir el mundo entero. Me sentí hermano entre ellos y me trataron como hermano suyo».

Hay algún libro suyo que aún no está publicado en nuestro país. En su lápida figura erróneamente que nació en Madrid, aunque era de Badajoz. Vivió, sí, en Lavapiés, al lado de las Escuelas Pías, que vio arder y en cuyo solar se ha levantado la UNED: ahora, gracias a la iniciativa de ese inglés, esa plaza de su barrio tiene su nombre.

«Si resuena «el Avapiés» en mí, como fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones: allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal y como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Esta es una razón. La otra razón es que allí vivió mi madre. Pero esta razón es mía». Eso escribió Barea en La forja de un rebelde.

Ese inglés del que hablamos, al que también habría que homenajear, con pinta «de pirata», como él mismo se definió, es William Chislett. Quiere ahora una placa en el número 20 de la calle Vicente Barrantes, antes calle Magdalena: la casa en la que habitó Barea ya no está, pero estuvo.

Con sus novelas, cartas y documentos ha organizado una exposición que primero se pudo ver en el Instituto Cervantes de Madrid y ahora está en la Biblioteca de Extremadura en Badajoz. Se llama La ventana inglesa.

Chislett me contó que, a pesar del exilio, su vida en Inglaterra fue feliz. Y que le gustó, y le emocionó, comprobar cómo la máquina de escribir Underwood que utilizaba no tenía tildes y él las ponía a mano. A mí me enamoró más comprobar cómo alguien que estaba abocado a la pobreza y que dejó el colegio a los 13 años, luego pudo enseñar en una universidad. Antes fue aprendiz en un comercio, botones, trabajador de la Ofcina de Censura de Corresponsales Extranjeros... Y se casó, «pero su matrimonio fue un fracaso desde casi el minuto uno» hasta que conoció a Ilse Kulcsar, una periodista austriaca, judía, comunista. Se enamoraron. Él escribía, Kulcsar traducía y así, The Forge se publicó primero en inglés y, en España, cuando murió el dictador que mantuvo un régimen que, entre otras muchas cosas, sostenía que Barea no era de aquí, como Conrad no era polaco.

Barea murió en 1957 sin haber vuelto a su país. Sus hijos se exiliaron a Brasil. Se ha propuesto recuperar la memoria de Barea y en Madrid le han hecho caso. Esperemos que en la ciudad en la que nació, en el número 20 de la calle Vicente Barrantes, también haya un pedazo de piedra con su nombre.