Lend me your ears. Eso dice Marco Aurelio en el Julio César de Shakespeare. Prestadme vuestra atención. El teatro y el cine se basan en eso: alguien te cuenta una historia y tú atiendes.

Más o menos.

Atiendes si las charlas de los adolescentes y su enganche al móvil no te lo impiden. No sé cómo lidian los iluminadores con los puntitos de luz de las pantallas en el patio de butacas. Facilitar el acceso al teatro a los jóvenes está muy bien. Lo que no sé es si se hace de manera correcta: que un profesor diga que se tendrá en cuenta para una asignatura, por ejemplo, y entonces mande allí a las hordas de chavales a los que la obra (aunque hable del acoso escolar, que es un tema que les atañe a ellos más que a nadie) no les interesa lo más mínimo. No debe de interesarles si están mirando el teléfono a todas horas y enseñándoles mensajes de WhatsApp a sus compañeros dos sillas más allá.

Los modos de mirar están cambiando, lo sabemos. Yo, que no soy tecnófoba (es decir, que no creo que internet inventara la soledad; que tengo amigos hechos por Twitter, por chat --cuando se chateaba-- y por Facebook; y que vivo pegada a un móvil que utilizo como si fuera una lavadora --es decir, cuando lo necesito--), me planteo qué clase de relaciones con el arte (sobre todo, con el arte en el tiempo, como el cine y el teatro) podemos crear en un mundo en el que nadie mantiene la atención más de dos minutos, por muy impactante que sea una obra. Ni siquiera aunque la obra hable de él. Quizá es que el amor por el teatro y por el cine se mama en casa, como el que se tiene por los libros, y uno tiene que educar a sus hijos en el convencimiento de que es una falta de respeto (para el director, los actores, los técnicos y el resto del público) ponerte a hablar por teléfono («Oye, que esto está acabando ya. ¿Dónde quedamos?») o mirar un chat que puede esperar 90 minutos cada tres. Por si el mundo ha explotado y no nos hemos dado cuenta.

Vemos cine de forma fragmentada, mientras hacemos otras cosas: mientras hablamos por teléfono, revisamos las redes sociales, hacemos una foto para Instagram. Hablamos con los amigos de igual manera, aunque estemos delante. Si en el banco tú llevas media hora haciendo cola y suena el teléfono, lo cogen y atienden a la persona que está en su casa tranquilamente. No sé si Martin Cooper sabía que su inventito iba a cambiarnos tanto la vida. Apáguenlo. Por favor. Un ratito. Hora y pico, dos horas. No lo miren. No va a ocurrir absolutamente nada.

Digo esto porque vuelvo al teatro. Y la obra va a transcurrir exactamente igual: unos actores allí arriba y un montón de gente mirando el móvil ahí abajo. Hay dos obras de teatro que quiero ver, pero son el mismo día. Una es La velocidad del otoño: habla sobre la vejez, entre otras muchas cosas. La interpretan Juanjo Artero y Lola Herrera. La otra es Contra la democracia.

Contra la democracia tiene parlamentos como este:

__Al principio pensamos en repetir las elecciones hasta que el resultado fuera el previsto, pero... después...

--Claro... ¿Qué sentido tiene?

--No lo sé, lo cierto es que nos dio pereza rehacer toda aquella farsa de las elecciones, montarlas de nuevo, para nada. La gente arriba y abajo, con aquellos sobrecitos estúpidos. ¿Qué hay allí dentro? ¿Qué creen que pueden decir a través de un sobre solo una vez cada cuatro años?

Nada. No mucho, al menos. Ni siquiera con las actuaciones individuales, aunque intentemos ser coherentes con nuestros actos de consumo. En Buenos Aires hay una pintada, en el barrio de La Boca: «El único héroe válido es el héroe colectivo».

Podríamos reflexionar mucho sobre esta democracia que se ha reducido a eso: a depositar un papel en una urna para votar al mediocre que nos parece menos malo. Y, luego de reflexionar, actuar siquiera un poco. Sobre política, economía y esta crisis eterna también habla La especie dominante. El colapso se narra en Danzad, malditos. La plusvalía, en fin, de la que hablaba Marx: hay que seguir leyendo a Marx.

Hay que seguir leyendo.

«Señorita: Ante el caso muy probable de que no pudiera usted acordarse de mí lo más mínimo, me presento de nuevo: me llamo Franz Kafka». Kafka comenzó así una relación epistolar con Felice Bauer (una mujer independiente, que trabajaba, con la que se comprometió tres veces) que se representa también en teatro.

Kafka tenía éxito con las mujeres. Era atrayente. No sé por qué nos ha llegado su figura como la de un señor raro y taciturno y anodino que iba de su casa a la oficina de seguros y que en el camino se inventaba personajes que se transforman en coleópteros.

Nadie se ha desnudado como este señor cuando escribía cartas. Y nadie se desnuda más que cuando actúa. Respeten eso.

Las citas

‘La velocidad del otoño’. Viernes, 28 de octubre. 21.30 horas Teatro Carolina Coronado (Almendralejo)

‘Contra la democracia’. Viernes, 28 de octubre. 21.00 horas Teatro López de Ayala (Badajoz)

‘Danzad, malditos’. Lunes, 31 de octubre. 21.00 horas. Teatro López de Ayala (Badajoz)

‘La especie dominante’. 2 de noviembre. 21.00 horas. Teatro López de Ayala (Badajoz)