Viajero, lector, bienvenido un día más a esta su casa. Entre libremente, y deje algo de la felicidad que trae consigo El conde transilvano le habría saludado con esta bienvenida y los postigos bien cerrados, pero hoy quien recibe es el padre de la criatura, el escritor Bram Stoker, el santo contable de este desquiciado establecimiento (él nos lleva los números, encerrado en la buhardilla). Como el caballero cumple 173 años el próximo domingo, 8 de noviembre, le estamos preparando una fiesta sorpresa, una celebración por todo lo alto Mina Harker ha confirmado su asistencia!, bien surtida de cerveza Guinness y 'drisheen', la morcilla irlandesa, por ver si se anima. Pero aún es hora de que aparezca una sola fotografía del melancólico autor sonriendo.

Bebió de múltiples fuentes, del folclore eslavo, del personaje real Vlad Vlad Tepes, el Empalador, para crear un mito indestructible, el del 'muerto en vida' (con permiso del cuento del doctor Polidori). Pero, de alguna manera, Drácula acabó chupándole la sangre a su autor (no se pierdan, por cierto, la exposición en CaixaForum sobre la evolución del vampiro). Por ello, en las noches de lluvia, escuchamos los pasos insistentes de Stoker sobre nuestras cabezas, mientras repite, como un mantra, la frase que más odia: No, no la he leído, pero he visto la película. La posteridad lo ninguneó porque, según algunas voces, «no escribía bien», más preocupado por apretar las tuercas de la trama que por las florituras estilísticas.

Nacido en plena hambruna irlandesa (1845-49), solo tenía que asomar la cabecita por la ventana para habitar en el ángulo del horror observando esqueletos andantes sin una triste patata que llevarse a la boca. Fue un niño enfermizo, encamado durante años, ávido de las historias que le contaba su madre, viejas leyendas de aparecidos y suicidas a los que se enterraba fuera del camposanto y con una estaca clavada en el corazón. Por lo demás, llevó una vida de lo más normalita, aunque cuajada de sombras en sus relaciones con hombres como Oscar Wilde y el actor Henry Irving, de quien fue secretario durante 30 años. ¿Lo vampirizó el intérprete? ¿Hubo una relación homoerótica entre ambos? A nosotros nos da igual; aquí, en el Cadogan, nos sigue fascinando la tempestuosa belleza del terror.