Conocí a Víctor en Badajoz, una noche de sábado, durante mi cuarto curso universitario, hace más de nueve años. Alguien preguntó: ¿Ese es Víctor?, y todos corrieron a saludarle. El hombre en cuestión era un ruso de unos cuarenta años y casi dos metros de altura, con voz grave, ropa descolorida y aspecto solitario. Reposaba en silencio junto a la barra del bar. Bebía cerveza con parsimonia. Cuando vio acercarse a mis amigos sonrió de súbito y repartió besos y abrazos con manifiesta simpatía. Hasta mis amigas más tímidas lo saludaron con grandes aspavientos de afecto. Los pocos de la pandilla que no lo conocíamos quedamos sorprendidos ante el carisma que aquel hombre parecía poseer.

DESPUES nos explicaron que, algunos años atrás, había sido profesor de matemáticas de varios de ellos en el instituto. Buen profesor y gran persona, aseguraron. Ahora --es decir, hace nueve años-- daba clases fuera de Badajoz; creo recordar que en un instituto de Almendralejo.

La noche se alargó y Víctor se vino de bar en bar con nosotros. Enseguida entablé conversación con él. Hablamos mucho de música. Prefería el jazz sobre otros estilos, aunque también entendía de flamenco, y se confesaba admirador de las guitarras de Manolo Sanlúcar y Paco de Lucía . Y quién no, pensé. Recordamos anécdotas que mis amigos habían vivido junto a él en el instituto, casi todas inspiradas en una excursión que hicieron a Barcelona, en la que Víctor terminó poniendo en su sitio al profesor de otra excursión de un instituto de Albacete, por razones de honor, que no recuerdo. El ruso era hombre de armas tomar. Algo nos hizo congeniar muy bien desde el primer momento.

LA NOCHE avanzó y compartimos opiniones de fútbol, de ajedrez, de cine. Hablamos de muchas cosas, incluso de poesía. Víctor defendía que la poesía era el género literario más numérico y que la métrica de los versos, la sonoridad de las sílabas tónicas y otras propiedades poéticas son materias más propias de matemáticos que de lingüistas. Me pareció bastante interesante y, a la vez, sorprendente su argumento. De nuestra literatura admiraba a Miguel Hernández y a Lorca . Hablamos además de "El principito" y de "Los hijos del capitán Grant", dos libros que le habían cambiado la vida cuando era muchacho. Igual que yo, era un gran admirador de Julio Verne .

LAS CERVEZAS y las copas se sucedían y el grupo se fue reduciendo. Y las conversaciones de Víctor fueron tomando con las horas tintes más tristes, más íntimos. Nos habló de su pasado, de sus dificultades para ir a la universidad, de cómo sus padres hubieron de sacrificarse para que cada uno de los hermanos, eran cinco o seis, estudiara una carrera. El y su hermana mayor, además, trabajaban ocasionalmente en la tienda de un tío suyo para ayudar económicamente a la familia. Nos habló también de su salida de Rusia, allá por los años ochenta, de los problemas a los que hubo de enfrentarse para conseguir empleo, de cómo recorrió en siete años parte de Alemania, Francia y España, hasta asentarse en Madrid y, después, en Badajoz.

EL GRUPO de los tres o cuatro últimos amigos que acompañábamos a Víctor permanecíamos en silencio, escuchando todas aquellas historias con los ojos vidriosos, quizá por la melancolía de sus palabras, quizá por el alcohol, quizá por el humo en el ambiente del bar. Seguramente, por todo un poco. Ya en la calle, antes de despedirnos, Víctor nos habló de su fatiga, de su soledad, de los más de cuatro años que hacía que no veía a su familia, del deseo --y en este punto sus ojos también llegaron a humedecerse-- que tenía de conocer a una sencilla mujer española --con estas mismas palabras lo dijo en repetidas ocasiones-- para casarse y tener familia.

Nos despedimos en la Plaza de San Atón, rayando la luz del día. El tomaba en taxi, nosotros regresábamos a pie. Nos despedimos con un enérgico abrazo y palabras de ánimo, de agradecimiento, de deseo de reencontrarnos. Han pasado más de nueve años y nunca he vuelto a ver a Víctor desde aquella noche inolvidable. Ninguno de mis amigos sabe tampoco qué fue de él. Hoy he recordado aquel encuentro y aquel sábado de 2004, como podría haber recordado otros muchos encuentros u otros muchos sábados de mi vida. Más de una vez he querido sentarme a escribir algo sobre aquellas conversaciones y, más en concreto, sobre la sorpresa de conocer a alguien por casualidad y llegar a dejarse seducir por su historia personal, por su valor y su desastre más íntimos. No es algo que ocurra muchas veces en la vida.

XVICTORx también habló de cosas más terribles y hermosas; cosas que no puedo escribir en este artículo por formar parte de la confianza que aquel desconocido, aquella noche de diálogo y amistad, nos quiso dar a mí y a mis amigos. Pocas veces he conocido a alguien con una conversación tan amena sobre cualquier tema y menos aún me he vuelto a sentir tan inspirado a escribir sobre temas y sentimientos que aquella noche se me mostraron por primera vez. Y no en un libro, ni en una pantalla de cine, ni en una canción, ni en un personaje inalcanzable por distancia o por tiempo, sino delante de mis ojos y con palabras iguales a las mías: palabras de sinceridad, de felicidad y tristeza, de amor propio, de recuerdos y esperanzas.

Esté donde esté, imagino a Víctor escuchando jazz, o leyendo a Lorca, o disfrutando del embrujo de una guitarra flamenca. Pero, sobre todo, lo imagino bebiendo cerveza en la barra de cualquier bar, siendo abordado por un grupo de ex-alumnos que aún le recuerdan con cariño, con gratitud, con alegría por reencontrarlo feliz.