No es por casualidad que Nik Cohn titulara en 1969 Awopbopaloobop Alopbamboom una de las primeras y aún una de las mejores historias de la música popular moderna. En el grito titular de Richard está todo lo que significó el rock and roll primigenio y tal vez nunca habría tenido que dejar de significar la música pop: alegría de vivir, locura, diversión, rebelión ciega, ingenio...

Little Richard fue un chiflado de marca mayor, una contradicción ambulante que dejaba a su paso una estela de maravilla y pasmo, siempre entre la disipación y la religión, homosexual con severos brotes de autoodio por ser homosexual, pero sobre todo fue una subversiva fuerza de la naturaleza. Rastreemos los orígenes de este huracán de vida y tormento.

Negro, pobre muy pobre, gay o quizá bisexual genuino y «deforme», según él, no en balde tenía la pierna derecha más corta que la izquierda, lo cual le hacía andar de manera rara, la infancia de Richard Penniman en Macon, Georgia, no se la desearías ni a Eduardo Inda. «Los chavales me decían de todo: maricón, nenaza, capullo, monstruo», cuenta en la sensacional biografía Oooh, my soul!!!! (edición española en Penniman Books, cómo no). Las pasó «canutas». La iglesia y el góspel eran su refugio. Aprendió a cantar.

Huyó de casa con la troupe de Doc Hudson, un charlatán que vendía ungüento de serpiente. Cantaba Caldonia, de Louis Jordan, para atraer al público. Fue el inicio de una carrera en el mundo del espectáculo. Actuó travestido en un vodevil ambulante y se hizo un nombre como cantante en shows de variedades, ya en teatrillos. En ese viejo, y sórdido, mundo del espectáculo se forjó una fiera para la que el mundo moderno no estaba preparado. RAMÓN VENDRELL