La primera vez que visitó la Berlinale era muy joven. Tal vez, como reconoce él mismo, demasiado joven. Fue hace 16 años para presentar el melodrama coral Piedras (2002), y a partir de entonces el cineasta malagueño emprendió un accidentado viaje en busca de su propia identidad artística del que su cuarta película, asegura, funciona a modo de culminación. En La enfermedad del domingo, con la que hoy regresa al certamen alemán fuera de concurso, Salazar habla de asuntos como el peso de las decisiones pasadas y el dolor causado por los vínculos rotos; y para ello cuenta la historia de una mujer (Susi Sánchez) a quien un día visita inesperadamente la hija a la que abandonó 35 años atrás (Barbara Lennie), con una enigmática petición: que pase diez días a solas con ella.

A diferencia de sus películas previas, que estaban hechas de repartos corales, La enfermedad del domingo se centra en dos únicos personajes. ¿Qué motivó el cambio? Pensé que eso era exactamente lo que ahora me apetecía: contar una historia con solo dos personajes en una localización remota, sin ruido de fondo y sin personajes secundarios; y centrarme en lo que más me gusta, que es la dirección de actores. La coralidad de mis películas anteriores, que es algo que a mí por otra parte me gusta mucho, en ocasiones llegó a distraerme de lo que en realidad quería contar. He querido centrarme en lo importante, y despojarme de todo lo demás. Necesitaba esa desnudez.

En ese sentido, destaca el modo en que la película huye del melodrama, que sí estaba presente en obras previas. Es una historia llena de emociones intensas, pero tratadas de forma muy seca. Sí, en cuanto una escena corre el riesgo de empezar a ponerse sentimental, se corta. Imponerme esa austeridad ha sido un ejercicio maravilloso. Durante el proceso de escritura me puse dos normas: una, que los personajes nunca se dijeran lo que querían decirse; otra, que los temas de la película nunca se verbalizaran; ni madre ni hija hablan de asuntos como la enfermedad o el perdón o el abandono. Y extendí esa sencillez a la planificación: no usar cinco planos para narrar una escena que podía resolverse con dos. El proceso de edición fue rapidísimo, y me costó muy poco descubrir lo que sobraba. Eso también es algo muy nuevo en mí, que tiendo a enamorarme de todo lo que ruedo y luego no soy capaz de desechar lo que no funciona.

Usted ya habló de hijos abandonados por sus padres en su anterior película, 10.000 noches en ninguna parte. ¿Es una coincidencia? Bueno, los vínculos paternofiliales son algo que yo siempre he tenido muy presente. De niño me aterrorizaba absolutamente que mi madre un día de repente dejara de estar a mi lado. No sé, supongo que vendrá de ahí. Es gracioso, porque mi madre no deja de decirme: “Cuando hables con la prensa explícales que nos llevamos muy bien, porque si no van a pensar que soy un ogro”.

¿Por qué cree que hay un estigma social tan grande alrededor de la idea de que una madre abandone a su hijo? Porque cuando una madre abandona a su hijo es como si le estuviera diciendo que no merece vivir o, directamente, como si le quitara la vida. Y eso es lo que sobre todo me interesó, meditar sobre lo que la sociedad dicta como el comportamiento que una madre tiene que tener obligatoriamente. Al principio de la película la madre accede a pasar esos días con su hija porque la presión social le hace sentir que se los debe. Lo interesante es que poco a poco el personaje se va despojando de ese condicionamiento externo para comportarse de forma tal vez antisocial pero llena de amor.

Piedras era un melodrama que recordaba a Robert Altman; 20 centímetros (2005), un musical a la manera de los de Jacques Demy. La forma narrativa de 10.000 noches en ninguna parte (2013) evocaba el cine de Terrence Malick y, ahora, La enfermedad del domingo trae a la mente a Ingmar Bergman. ¿Diría que cada nueva película es para usted como un intento de distanciarse lo más posible de la anterior? Bueno, no quiero ni aburrir ni aburrirme. No hay una intencionalidad de ir variando por el mero hecho de hacerlo, sino más bien un proceso de búsqueda, de ir a tientas tratando de identificar el lugar al que pertenezco y en el que me siento más a gusto. Y he llegado a la conclusión de que este último proyecto es el que más he disfrutado, de largo, no lo digo porque lo esté promocionando. Gracias a él me he sentido cómodo y seguro, y he estado arropado por gente con la que me siento muy bien. Hay autores que dicen que la incomodidad y la inseguridad resultan inspiradoras, pero no estoy de acuerdo. En ese sentido he cambiado mucho. Es en estas últimas películas que finalmente he descubierto lo que es la profesión y el modo en el que quiero gestionar mi carrera como director. Cuando hice mi primera película era muy joven y no tenía ni idea de casi nada.

Ramón Salazar, con Susie Sánchez (izquierda) y Barbara Lennie, en Berlín /EFE / PHILIPP GUELLAND

¿Demasiado joven, diría? Sí, porque la repercusión de Piedras me pilló con el pie cambiado. Yo debuté con un corto, Hongos, y seis meses después ya había rodado ese primer largo; y seis meses después de hacerlo estaba presente en la sección oficial de la Berlinale, compartiendo cartel con Robert Altman, cuyo cine había estado estudiando hacía apenas un año en la escuela de cine. Me sentía abrumado, apabullado, incapaz de asimilar todo eso. Inevitablemente, me acabó pasando factura.

¿De qué modo? Después de mi segunda película me enfrenté a un parón creativo de casi 12 años. Tuve que empezar a replantearme muchas cosas y volver a empezar de cero. Escribí guiones para otros y, con el tiempo, decidí producirme yo mismo mi siguiente película. Como quien dice, tuve que pedir permiso para entrar de nuevo en este mundo. De todos modos, no me arrepiento de nada.

La enfermedad del domingo es una historia eminentemente femenina, y se estrena en un momento en el que el debate sobre la necesidad de replantear el papel que las mujeres juegan en la industria del cine está especialmente vivo. ¿Qué opina usted sobre lo que está pasando? Me parece fantástico, y punto. Y entiendo que haya quien pueda pensar que la lucha emprendida por las mujeres corre el riesgo de convertirse en una caza de brujas pero, por otra parte, para que la balanza llegue a equilibrarse primero es inevitable que se decante hacia el otro lado. Es necesario lo que está pasado, y es necesaria la manera drástica que tiene de estar pasando.