El estadounidense Richard Ford es un hombre sin prisas, como su escritura. Así que muy lentamente se ha estado construyendo una inapelable consideración de clásico vivo. Como tal ha recogido el viejo y muy americano tema de la iniciación, sí, el de Tom Sawyer y Huck Finn, en Canadá (Anagrama). Con ella ha urdido una de sus novelas más intensas, la crónica de la destrucción anunciada de una familia feliz y de cómo el protagonista cruza la frontera hacia el país del norte en busca de una forma de vida que funcione.

--"Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos que vinieron después". Es un arranque de novela destinado a perdurar.

--Tardé un mes en escribir ese párrafo, mi mujer suele recordármelo.

--Esas líneas tienen algo de coro griega ante la tragedia. Pero usted necesita salvar a sus personajes, si no esto no sería una novela de Richard Ford.

--Si se hubiera convertido en una tragedia esta novela no sería demasiado buena para mí. Al final, siempre necesito encontrar algo que redima a mis personajes. De joven escribí dos libros en los que pensaba que la oscuridad, la desgracia, tenía un valor en sí misma. Pero luego me di cuenta de que no basta con dejar constancia de eso, hay que buscar la redención. No hubiera podido pasarme 40 años escribiendo libros si no creyera profundamente en eso.

--Su padre murió cuando tenía 16 años. ¿Esta novela recoge el eco de aquella pérdida?

--Cuando mi padre murió, y murió en mis brazos, dejó un hueco en mi vida que he intentado llenar escribiendo historias de ficción, imaginando experiencias que nunca tuve con él. Esto no es que sea una regla generalizable de cómo funciona la literatura. Uno escribe cosas por montones de razones diferentes, pero sí, es parte de lo que he hecho.

--¿Hay algo en el retrato del padre de la ficción, ese tipo encantador e inconsciente, de su padre real?

--Sí, ambos son personas encantadoras. Aunque en el padre de la novela hay mucho más del padre de mi esposa. Era un oficial de la fuerza aérea, un hombre muy guapo, interesado por la música y además, malo.

--¿Malo? ¿Malvado?

--Sí, absolutamente despreciable. Ahora está muerto y estoy muy contento de que lo esté, porque por desgracia vivió hasta los 93 años. Pero tampoco es exactamente mi personaje, alguien un poco estúpido que ha hecho cosas que le han salido mal.

--Como ocurre en la novela, su también madre quiso cambiar su destino enviándolo fuera del domicilio familiar, a casa de su abuelo.

--Tras la muerte de mi padre, mi madre me dijo que a partir de entonces tendría que cuidarme yo solo. Fue un momento muy profundo porque me gustó pensar que me iba a tocar a mí tomar todas las decisiones. Una pérdida puede ser a la vez algo muy triste y también una oportunidad inmensa. Esa contradicción es una de esas experiencias adultas tan complejas que quizá solo las novelas pueden explicar del todo.

--¿Darte de bruces con la realidad es beneficioso?

--Le doy un ejemplo. Estas masacres terribles que ocurren en los institutos de Estados Unidos. El padre de uno de esos niños que se habían salvado dijo ante las cámaras de televisión: "¿Cómo se supone que tengo que contarle esto a mi hijo?". Yo considero que, sencillamente, se debe contar la verdad y hoy lo que impera es ocultarla a los niños, hacerles creer que el mundo es un lugar seguro cuando no lo es.

--Tolstói decía que todas las familias felices se parecen. Pero usted no cree eso. ¿Quizá porque bajo la felicidad siempre late un peligro?

--No, más bien es porque solemos describir la felicidad de forma inadecuada. A mí, la familia de mi novela me parece muy feliz, aunque los padres se dediquen a hacer estupideces. Yo fui hijo único y nosotros éramos las tres personas más felices del mundo. Es verdad que éramos muy irritables, nos chillábamos, pero yo quería a mis padres y ellos me querían a mí, aunque algunas veces me dieran un bofetón.

--Estos tiempos de corrección política no permiten eso.

--Una vez mi madre me lanzó con rabia el saco lleno de dinero que yo solía llevar cuando repartía el periódico con mi bicicleta por el barrio. Logré esquivarlo y rompió una ventana. Los dos nos caímos al suelo tronchándonos de la risa.

--Usted fue una buena pieza. Creo que en algún momento compareció ante el juez.

--Sí, participé en pequeños robos y mis padres me amenazaron con mandarme a un reformatorio.

--Ahí su vida sí que hubiera podido ser otra.

--Y la razón por la cual corregí mi vida y no acabé yendo es porque no quise que mi madre fuera infeliz.

--El año que viene cumplirá 70 años. ¿Este libro tiene algo de balance personal de la propia existencia?

--Creo que tiene que ver con establecer una conexión con la persona que eras cuando eras joven. Para mí es importante darse cuenta de eso, no solo porque haber sobrevivido, sino porque se crea la fantasía de que la existencia es algo integrado, un conjunto.

--¿Su vida es satisfactoria

--Creo que lo estoy haciendo bien. Todavía hablo a diario por teléfono con la gente con la que fui al instituto. Tengo el mismo sentido del humor y sigo siendo un irresponsable.

--El balance es positivo.

--Solo puedo decirle que vivo en el ahora tanto como puedo. En Estados Unidos vamos demasiado deprisa, pensamos en lo que haremos dentro de una hora y olvidamos lo que hicimos una hora atrás. Mi esfuerzo por apegarme al presente quizá se deba a que mis padres eran mayores cuando me tuvieron, a haber vivido con una única persona, mi esposa Kristina, durante 50 años, y a haber tomado la decisión de no tener hijos.

--¿Los hijos te ofrecen otra percepción del tiempo?

--Dejas de ocuparte de ti y trasladas tus preocupaciones al futuro. Recuerdo que una vez mi madre, cuando se estaba muriendo, me dijo: "Sabes, Richard, de niño solía abrazarte muy fuerte deseando que jamás te murieras".

--¿Cree que la literatura es una forma de intentar dar sentido a la vida?

--Eso es, pero es un sentido provisional, no es el único. Vale la pena que a uno le den otra visión de las cosas que más importan y que además sean distintas de las que tú tienes.