Lleva más de tres décadas haciendo películas, y usándolas como forma de resistencia y como arma para la militancia. En su nuevo trabajo, ‘La casa junto al mar’, se traslada a una cala cercana a Marsella para retratar a tres hermanos de mediana edad que se reencuentran con el fin de cuidar de su padre moribundo.

Robert Guédiguian (Marsella, 1953) ha dirigido 20 películas, entre las que destacan ‘Marius y Jeannette’ (1997), ‘¡Al ataque!’ (2000), ‘La ciudad está tranquila’ (2000) y ‘Las nieves del Kilimanjaro’ (2011). Para él, el cine es un asunto de familia. Ha rodado la mayoría de sus películas en Marsella. Casi todas están protagonizadas por Ariane Ascaride, su esposa, y por sus amigos Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan.

A medida que avanza la trama de la película, el director francés medita sobre el paso del tiempo, cuestiona ideologías y compromisos políticos y contempla el reto que se le presenta a Europa llegado desde el Mediterráneo.

-¿Cómo descubrió la cala en la que transcurre la película?

-No está lejos de Marsella, donde nací. Visité el lugar por primera vez en 1969, era casi inaccesible. Desde entonces no ha cambiado. En invierno está desierto, y transmite una melancolía muy hermosa que de hecho fue lo que me inspiró a hacer esta película. Durante todo el rodaje vivimos allí, técnicos y actores juntos. Teníamos una cantina, un cocinero, un bote para ir a pescar... todos los peces que aparecen en la película acabaron en nuestro estómago. Filmábamos a la hora que queríamos, y disponíamos de todo el sol que necesitábamos. Fue genial. Lo interesante de la cala es que es un escenario restringido, pero a la vez está abierto al mar y a la montaña y por tanto sugiere vastedad.

-Una metáfora perfecta, pues.

-En efecto. El tipo de vida que esa cala encarna está muriendo, y con él todos los valores de solidaridad que un día pudieron imponerse en Occidente y que hoy tristemente se consideran obsoletos. En la película aparecen representadas tres generaciones: a un lado están los ancianos, que intentaron construir una utopía socialista y ya no tienen ni tiempo ni motivación para continuar; en el otro extremo están los más jóvenes, que viven sumidos en una lógica individualista y en general se han vuelto pequeños capitalistas. Y entre ambas está la generación que afronta su último cuarto de vida y se pregunta por sus propios logros, y teme ser en parte responsable por el estado en el que el mundo se encuentra en la actualidad.

-¿Se siente usted responsable?

-Me lo pregunto constantemente, y no estoy seguro. Me siento como los personajes de la película: en el pasado nos sentíamos útiles, contábamos con grupos y asociaciones junto a los que luchar. Y ahora no sabemos qué hacer porque todas las causas parecen fuera de nuestro alcance. Pero, en la película, esa causa termina por llegar personificada en esos tres niños refugiados. Gracias a ellos, estos tres hermanos encuentran la forma de volver a sentirse justos en este mundo injusto.

-¿Es posible hacer hoy una película ambientada en las costas del Mediterráneo sin hablar de refugiados?

-Yo no podría, porque lo que sucede actualmente en el mar pone en cuestión a la humanidad misma. Todos los días esas personas se ahogan en su intento de que les demos refugio, y un hombre que dice «no les abro la puerta» no es un hombre. No me importa si vienen por razones climáticas o económicas o por una guerra. Si los recibimos, seremos revividos y regenerados. Si no, Occidente morirá por su propia opulencia, víctima de una embolia. El futuro de nuestra sociedad misma depende del trato que demos a los refugiados. Es una cuestión existencial.

-¿Podría precisar?

-Occidente se enfrenta a muchas incertidumbres. Por primera vez en la historia reciente, los jóvenes viven en peores condiciones económicas y sociales que sus padres y, por tanto, con mayor ansiedad sobre el futuro. Y en general buscan desesperadamente formas de sobrevivir a su muerte biológica; no soportan vivir una vida tan corta, y tan carente de sentido. Necesitan dejar huella. Europa debería ser esa huella, ese proyecto de largo recorrido. Pero nos lo estamos cargando.

-Por su forma de explicitar todos sus asuntos, habrá quien diga que ‘La casa junto al mar’ es una película discursiva. ¿Le molesta?

-Para nada. La situación en la que se encuentran los personajes, atrapados en esa cala, invita a que hablen y hagan balance sobre sus vidas y los cambios en el mundo. Y además yo hago un cine discursivo, lo asumo. Podría dedicarme a escribir ensayos sobre movimientos sociales o ideologías, pero el azar y la necesidad han querido que mi forma de expresar esas inquietudes sean las películas.

-Asimismo es una película abiertamente nostálgica, y la nostalgia es algo que no goza precisamente de buena reputación.

-Mucha gente no lo entiende, pero la nostalgia es revolucionaria. Sí, yo me considero nostálgico y revolucionario. Aquellos que se fijan demasiado en el presente, que niegan el papel del pasado, son los verdaderos reaccionarios. Pasolini decía preferir fijarse en el pasado porque consideraba que «la única fuerza contestataria del presente es el pasado», y yo estoy de acuerdo. Obviamente no digo que el ayer sea necesariamente mejor que el hoy. Lo que sí digo es que estamos obligados a luchar para que el mañana sí sea mejor. Lo ideal para mí sería que todos constantemente se pregunten qué podrían mejorar. Y que pensemos en hacer cosas que nos trasciendan a nosotros mismos. Plantar un árbol, escribir un poema, tener hijos. Yo he hecho las tres cosas.

-La película ’La casa junto al mar’ es una obra llena de desencanto pero también claramente esperanzada. ¿Se siente usted optimista?

-Yo siempre cito a Antonio Gramsci: «Debemos reconciliar el optimismo de la voluntad con el pesimismo de la inteligencia». Es decir, no soy optimista pero siento que como artista necesito ofrecer a mis personajes una posibilidad de salvación. Considerando el mundo en el que vivimos actualmente, incluso si contamos historias oscuras me parece que es inaceptable no mostrar un rayo de luz ni dejar claro que no todo es terrible. Me molestan aquellos que se recrean en la desgracia. No sé qué opinará usted, pero yo no voy al cine para que me cuenten que todo es una mierda, de eso ya me doy cuenta cuando leo los periódicos o veo los noticiarios. Creo que el cine debe usar las emociones y los personajes para proponer formas de resistencia frente al mundo. Ha habido guerras y genocidios en el pasado, y habrá guerras y genocidios en el futuro. E, insisto, no debemos resignarnos a aceptar que la humanidad es incapaz de aprender nada. Debemos seguir remando.

-¿Qué opina del estado actual de las ideologías de izquierdas?

-Me da mucha pena ver lo poco que queda de la izquierda, cómo se ha ido descohesionando como una pastilla que se disuelve en agua. Actualmente tanto Francia como en realidad todos los países de Occidente están al servicio de una economía globalizada que nos atrapa como una red de pescador. Todas esas dicotomías, entre izquierda y derecha, o entre burguesía y clase trabajadora, o entre capitalismo y socialismo, todo eso ha quedado obsoleto. Los sectores más desfavorecidos de la sociedad han sido abandonados a su suerte, porque han dejado de votar y por eso ya no sirven para conquistar el poder. En general los políticos solo piensan en favorecer a las clases pudientes, que son las que les dan votos.

-Usted lleva 35 años usando su cine para luchar por sus ideales, y a lo largo de ese tiempo el mundo no ha hecho más que alejarse de ellos. Otros en su posición habrían tirado la toalla. ¿Cómo logra usted mantener la energía?

-Sinceramente, no tengo ni idea, y no quiero saberlo. Quizá sea porque no estoy solo, sino rodeado de actores y amigos que me son fieles. De no tenerlos a mi lado ahora misma probablemente estaría tirado en una esquina, borracho. Sea como sea mantengo vivo mi sueño internacionalista, mi fe en la posibilidad de un mundo en el que no haya guerras ni desigualdades. Además, soy hijo de un proletario; pude estudiar porque él me pagó los estudios, y desde el principio me comprometí a hacer cine para él y para aquellos trabajadores que no pueden hablar por sí mismos. No voy a romper ese compromiso a estas alturas. Además, no sé hacer otra cosa más que hablar de aquellos que me rodean y de quienes me siento cercano. Chéjov dijo una vez: «Si quieres hablar del mundo entero, habla de tu pueblo». A eso me he dedicado durante toda mi carrera.