¿Nos pasamos la vida cometiendo pecados, cosas imperdonables? Si no fuera porque los cuentos de Mi vida querida son crudos y huyen del sentimentalismo como de la peste, cualquiera diría que Munro es una moralista. Que cree que quien la hace, la paga. Pero no se trata de eso: se trata de aceptar que el amor nos hunde y nos reflota a un tiempo; de asumir que sufriremos y haremos daño por igual, y que en eso se reafirma la naturaleza humana. En las mujeres insatisfechas con su matrimonio, obligadas por el esquema patriarcal a convertirse en amas de casa perfectas e infelices, pero también en sus personajes masculinos, prisioneros de su rigidez emocional, encontramos reminiscencias de su biografía como madre y esposa, primero abnegada, luego liberada. Es en la tersura de su prosa y en el amor por el detalle donde percibimos los ecos de la literatura memorialística, aunque el lector, no se asusten, nunca tiene la impresión de leer el mismo cuento o de estar con los mismos personajes. Es una misma vida que parece clonarse en cientos de némesis. Siempre hay un momento violento, arisco, brusco, que nos informa de que la narradora sensible que hay en Munro percibe el mundo fijándose en sus notas asonantes o en sus gestos de desafección. La cadencia entre lenta e impaciente, la justa para que el lector disfrute con una comparación o un adjetivo inesperado, y también para que vea colmadas sus expectativas cuando el misterio, en la última página, abre la puerta del relato a un futuro más misterioso aún. SERGI SANCHEZ