Cuando, a finales de febrero, el coronavirus arrojaba muy lentamente noticias sobre sus entonces escasos afectados, hubo un nombre propio con el que poner rostro a la enfermedad. Luis Sepúlveda (Ovalle, Chile, 1949) dio positivo en covid-19 tras haberse contagiado, al parecer, en el festival literario Correntes d’Escritas, celebrado en Póvoa de Varzim, en Portugal. Y pese a que en determinados momentos la recuperación parecía un hecho, el popular autor de Un viejo que leía novelas de amor (1989) acabó perdiendo la batalla y falleció ayer a los 70 años en el Hospital Universitario Central de Asturias, en Oviedo, ciudad donde residía desde 1997.

No es la primera vez que este escritor nómada se enfrentaba a una grave enfermedad. En una de sus estancias más prolongadas de su largo exilio, cuando residía en Alemania, sufrió una tuberculosis ósea. Entonces su internamiento le sirvió para escribir Nombre de torero. Seis años antes la historia del anciano solitario que vive en una tribu indígena amazónica y logra abstraerse de su entorno hostil se tradujo a 60 idiomas y vendió 16 millones de libros.

La errancia del autor fue consustancial desde el minuto cero, ya que su nacimiento se produjo en plena busca y captura de sus padres, que huyeron de casa. La madre, una india mapuche, era menor de edad y el novio fue acusado de rapto por el padre de ella, que se oponía al romance. Sepúlveda, que creció en Santiago de Chile cuando las aguas volvieron a su cauce, se dejó arrastrar por las dos pasiones que marcarían su vida, la literatura vinculada a la aventura -la descubrió gracias a las novelas de Francisco Coloane, una especie de Jack London chileno- y el compromiso político. Así que a los 15 años se integró en las Juventudes Comunistas y a los 16 hizo autoestop para alcanzar la Patagonia.

CON ALLENDE / Vivió la efervescencia revolucionaria del Gobierno de Salvador Allende de primera mano como miembro de la guardia presidencial e interventor de una fábrica nacionalizada por el Estado. «Fueron los años más felices de mi vida», declararía. El golpe de Pinochet en 1977 le llevó a la cárcel, donde sufrió torturas (y muy posiblemente incubaría la tuberculosis que se le desarrollaría años más tarde) y de la que pudo salir, gracias a la intervención de la ONU, para convertirse en un apátrida, «un ciudadano de segunda», como él solía decir, condición de la que solo le salvaría la literatura.

Empezó entonces un largo periplo latinoamericano desde Buenos Aires a la selva ecuatoriana. Fue allí donde conoció a la comunidad shuar que le inspiraría su gran éxito. Siguiendo con sus afanes sociales participó en la Revolución Sandinista y tras el derrocamiento de Somoza en 1979 continuó su exilio en Alemania.

Aunque ya había empezado a escribir mucho antes, fue en esa etapa, instalado en Hamburgo, cuando se consolidó su carrera como escritor y también como activista de la causa medioambiental. Él, que de joven había trabajado en un barco ballenero, se convirtió en un luchador contra la caza de los cetáceos para Greenpeace.

Y es que la naturaleza siempre ha tenido un lugar fundamental en su obra, con trabajos como Mundo del fin del mundo, Patagonia Express, Desencuentros, Diario de un killer sentimental o Historia de un perro llamado Leal.

Desde Oviedo, donde vivía con su esposa la poeta Carmen Yáñez, con quien se casó dos veces, Sepúlveda siguió con pasión las protestas sociales en su país y en un artículo llamó al presidente Sebastian Piñera «fantoche inepto».