‘Yo me callo, yo espero / hasta que mi pasión / y mi poesía y mi esperanza / sean como la que anda por la calle; / hasta que pueda ver con los ojos cerrados / el dolor que ya veo con los ojos abiertos’. Antonio Gamoneda.

‘Solo soy yo probando las palabras’. Charles Berstein.

‘La escritura cambia a una persona’. Mary Jo Bang.

‘No era mi intención hacer el poema por la herida’. Mirko Lauer.

‘¡Y si después de tantas palabras, / no sobrevive la palabra!’. César Vallejo.

¿Qué siento yo cuando leo a Vallejo, a Deniz, a Lauer, a Gamoneda, a Aurora Luque, a Eleonora Finkelstein, a Luz Pichel, a Safo, a sor Juana Inés de la Cruz, a san Juan de la Cruz, a Lorca, a Rosamel del Valle, a Álvaro de Campos? ¿De qué manera podría explicar lo que me han conformado, el modo en que me han hecho ser quien soy, en que me siguen haciendo ser quien soy?

Sucede que me canso de ser hombre… No, perdonen. Sucede que se celebra el día mundial de la poesía y hay actividades y lecturas en las bibliotecas, pero luego, salvo un apunte en las agendas o salvo una entrevista muy de vez en cuando a los tres o cuatro que ya están asumidos por el canon o el mercado —en España, se habla mucho con Luis Alberto de Cuenca, con Luis García Montero y, ahora, con Elvira Sastre— o con los ganadores, cuando toca, de uno de los premios importantes (que son los que otorga el Gobierno: a saber, el Cervantes y los Nacionales), de poesía se habla poco en los medios de comunicación. Al menos, en los españoles: el ‘New York Times’ tiene una sección específica y activa y Elizabeth Lund escribe en ‘The Washington Post’ y ‘Chicago Tribune’ sobre poesía todos los meses. En una nación culta, cada novedad de Kriller71 y de Liliputienses sería celebrada: no digo con una portada (la cultura casi nunca aparece en las portadas), pero al menos con varias reseñas y entrevistas.

Les pregunté a Aníbal Cristobo y a José María Cumbreño por qué editan poesía: «Porque necesito leer poesía», dijo Cumbreño (Liliputienses). Esto significa (hay que saber observar también): «Y si no lo hago yo, no lo hará nadie. Y, si no lo hace nadie, nos lo perdemos todos».

Eso, más o menos, es lo mismo que llevó a Cristobo a montar Kriller71 en 2012. Quería mostrar a la sociedad que, si un emigrante que ha vivido 25 años en Argentina y cinco en Brasil y que llegó a Barcelona y trabaja como recepcionista en un hotel puede crear un proyecto de este tipo, los demás también pueden. En España, notó, la cultura «era un poco demasiado oficial. Los ciudadanos no participaban tanto en ella como agentes culturales, sino más como una relación de productores y consumidores, en una dinámica que daba la sensación de que la parte productiva estaba puesta en manos de corporaciones editoriales: de editoriales fuertes, solventes y consolidadas».

Es decir, hay una parte del proyecto que pretende demostrar que se pueden hacer las cosas de otro modo, pero también otra que implica compartir los propios conocimientos y las lecturas adquiridas en grupos de literatura, en recitales, en ese intercambio fecundo con los demás (‘para que pueda ser, he de ser otro / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo, / los otros que me dan plena existencia’) con la sociedad de aquí. Porque, realmente, y Cristobo lo explica muy bien, «algunas de las cosas que yo veo en circulación, o no, por aquí, me plantean una suerte de desafío crítico: no comparto el canon que implícitamente se está generando a través de lo que se edita y se deja de editar en España».

Y añado: no compartimos el canon que se genera no solo a través de lo que se edita, sino de lo que se reseña en los medios de comunicación, cada uno con sus servidumbres económicas, que no culturales en sentido estricto. Porque ocurre que, para gran parte de la población, lo que no sale en la tele no existe y, en este terreno, son las publicaciones ‘on line’ las que nos están ganando la partida a los periodistas tradicionales en esto de mostrar todas las realidades del mundo. De construir un canon en el que estén Brodsky o Bang o Posada o Tentoni en lugar de alguien capaz de escribir (y publicar, señores: y publicar) algo tan bochornoso como ‘Cualquiera diría al verte / que los catastrofistas fallaron: / no era el fin del mundo lo que venía, / eras tú’.

Cristobo cita a uno de sus colaboradores, Edgardo Dobry (poeta, ensayista, traductor, profesor de la Universidad de Barcelona): «Un editor, primeramente, es un lector de poesía que ha estado buscando un determinado libro y no lo ha encontrado y se propone editarlo para, primero de nada, poder leerlo él». A él le pareció que, en lugar de quejarse, «en vez de que yo me quedara en un rincón rechinando mi disgusto», la mejor manera de horadar el canon era publicando, «en lugar de alimentar una especie de rencor que no tendría ninguna acción afirmativa».

Y entonces, resulta que al final lo ves: las pequeñas editoriales publican por bondad. Y quizá, después de tanta palabra, sea la palabra («no he visto nunca una sola palabra») la que finalmente sobreviva.