A nadie le parece extraño ni digno de sarcasmos que un individuo de 70 años mantenga en el escenario la pose de sex symbol saltarín ceñido en una chaquetilla de raso, y todo el mundo aplaude también que otro ídolo de los estadios despache heroicos shows de cuatro horas de atletismo-rock pese a que ya ronda la edad de la jubilación. Con Sting, sin embargo, siempre ha habido barra libre a la hora de tocarle la cresta, incluso antes de que se retirase del espectáculo de masas (con el paréntesis de su regreso nostálgico, y pastoso, con The Police). El lo sabe y lo asume --"¿alguien me ha oído quejarme alguna vez?", ha dicho--, y confiesa que, aunque le gustaría cambiar eso, le da igual. Y aquí vuelve en pleno uso del espíritu libérrimo de quien hace lo que le da la gana, con un disco folk destinado a ser la banda sonora de un musical. The last ship . El último barco . Un buen disco, por cierto.

Es la primera obra con composiciones nuevas en una década. Desde Sacred Love (2003) ha rendido unas canciones medievales con laúd (2006), la reaparición del 2007 con Andy Summers y Stewart Copeland en la gira de 15 meses que vieron 3,7 millones de fans y reportó al trío 230 millones, más una entrega de villancicos y tonadas populares (2009) y una pomposa grabación de los éxitos de The Police (2010). Un caso. Después de muchos tumbos, el Ulises que partió en 1977 de Wallsend, en el norte de Inglaterra, regresa al puerto del que zarpó para narrar con las nuevas canciones el ocaso de la industria naviera junto a la que creció. Un paralelismo con los duros comienzos de la superestrella de hoy, que no niega que su existencia es un viaje --una fuga-- constante, un alma de bicicleta que no deja de avanzar para evitar caerse.

Los traumas familiares

Sting vino al mundo en una familia humilde --padre lechero, madre peluquera, tres hermanos más-- con una convivencia repleta de tiranteces y reproches. Al cabo de tres décadas sin días floreados, una mañana cualquiera la madre se marchó de casa con un vecino, sin avisar. Tiempo después, los dos, padre y madre, enfermaron de cáncer. Ambos murieron en 1987, con pocos meses de diferencia, y Sting no fue a los funerales. "No quería convertirlos en un espectáculo para la prensa, pero admito que en cierto modo también estaba huyendo", escribió en sus memorias.

The last ship , recibido con notables calificaciones por sus amigos de la crítica, es acústico, folk, celta. Sting se ha rodeado de colegas y paisanos para la grabación. Entre ellos está Brian Johnson, que nació en un pueblo al lado del suyo. Resulta que cuando las necesidades del guion heavy no le obligan a asesinarse la garganta, el furioso vocalista de AC/DC emite un timbre que lo hace irreconociblemente cálido.

El resultado de esa reunión de virtuosos del violín, la mandolina y el acordeón es una quincena de temas variados, sin que la palabra rock aparezca en el libreto (suena algún punteo de guitarra eléctrica, pero está más solo que la una). Hay fragmentos muy vivaces que habrían animado las juergas de los menesterosos que viajaban en la tercera clase del Titanic, y también otros apropiados para escucharlos ante la chimenea, con el té, la pipa y The Times a mano y el setter irlandés en la moqueta.

En otoño del 2014

Esa música articulará el espectáculo que a partir del otoño del 2014 se podrá ver en Broadway. Estos días se presenta en una serie de conciertos en un pequeño teatro del East Village de Nueva York. El día del estreno, Sting explicó a los 260 espectadores una anécdota de su niñez, la motivación de haber creado The last ship y, en el fondo, la motivación de su carrera entera. Se botaba un gran barco en el astillero y acudió la reina. "Iba dentro de un Rolls Royce. Yo estaba en la acera, agitando una banderita, y de pronto ella me miró. Ahí me di cuenta de que no quería la vida que tenía. Quería su vida, estar en el otro lado".

Ha pasado más de medio siglo desde aquella visión y, por descontado, Sting logró cruzar al bando de los reyes. En su biografía recuerda que incluso en los peores momentos de su desembarco en Londres, cuando era un padre veinteañero (hoy tiene seis hijos), iba cada miércoles a la cola del paro y vivía a salto de mata, incluso en esa desesperación rutinaria, estaba seguro de que triunfaría.

Como el Rolls de la reina, ante su ambiciosa nariz pasaron el punk y la nueva ola, y se subió. Era un advenedizo, lo admite, porque hasta entonces Stewart, con quien fundó The Police, tocaba en una banda "del antiguo régimen" y él mismo vestía peto tejano y provenía del jazz. "Que nosotros estuviéramos metidos en el punk tenía algo de hipócrita, pero también era subversivo". Siempre a contracorriente, hoy echa el ancla.