Entre los mitos de la cultura pop del último siglo, Tarzán debía ser uno de los pocos que quedaban por resucitar y colocar en el centro de un block-buster al gusto actual, con su aluvión de efectos digitales, su acción aparatosa... Llevábamos tiempo sin un filme en imagen real del hombre mono; el último, Tarzán y la ciudad perdida, se estrenó en 1998 y solo lo recuerdan los fans del protagonista, el robusto Casper van Dien. La apuesta por un nuevo Tarzán parece segura por tratarse de una marca popular -eso es ahora lo que vende en el cine-, pero también peliaguda: el personaje estrenado por el escritor Edgar Rice Burroughs en una revista pulp en 1912 suponía, sobre todo en las primeras aventuras, una especie de representación heroica de la supuesta supremacía blanca, y su partenaire femenina, Jane, era poco más que un adorno.

Tarzán, en fin, siempre ha sido problemático. Y volverlo a colgar de lianas en el 2016 -con los conflictos de raza y la lucha feminista en punto de ebullición- suponía una osadía. ¿Cómo se puede satisfacer a los fans más puristas a la vez que al espectador más, digamos, preocupado por el estado del mundo? Encontrando un equilibrio que rápidamente se revela frágil.

Si algo bueno tiene La leyenda de Tarzán -dirigida por David Yates, autor de las últimas cuatro cintas de la saga de Harry Potter- es que no se trata de una enésima película de orígenes: aquí, las raíces del héroe se dan por conocidas por el espectador; solo hay algunos flash-backs a esa infancia en compañía de simios.

La trama empieza una década después de que Tarzán (Alexander Skarsgûrd, el apolíneo vampiro Eric de True blood) haya cambiado la jungla por una vida civilizada como John Clayton III, lord Greystoke, junto a su esposa Jane (Margot Robbie). Ya no viste taparrabo, sino trajes, y es miembro de la Cámara de los Lores. Cuando es invitado a volver al Congo para una misión de intereses comerciales, lo rechaza, pero cambia de idea cuando el diplomático estadounidense George Washington Williams (personaje real encarnado por Samuel L. Jackson) le informa sobre las prácticas esclavizadoras del rey Leopoldo II.

Tarzán se presenta como el salvador blanco de la población negra, pero al menos, deben usar los productores como excusa, tiene un aliado negro. En el caso de Jane, hacen que la heroína devuelva los golpes y rechace el término damisela. Algo es algo. Antes de adquirir el físico cultivado y la mirada melancólica de Skarsgûrd, al que Hollywood debe mejores roles protagónicos, el rey de la jungla había tenido los rasgos de un par de decenas de actores. El Tarzán más icónico fue, por supuesto, el campeón de natación olímpica Johnny Weissmüller, quien lo encarnó en una docena de películas entre los años 30 y 40. El más serio es el Christopher Lambert de Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos, menos un filme de acción que un drama intimista que arranca como El pequeño salvaje y desemboca en una producción de época al estilo Ivory/Merchant.