Fue el poeta maldito y transgresor, el Antonin Artaud a la española, el loco de psiquiátrico, el paciente de los electroshocks, el hombre consciente de vivir en un infierno, el mito radical, el escritor brillante y respetado y a la vez el tipo risible de quien se esperaba que, en cualquier momento, montara un espectáculo vergonzoso. Leopoldo María Panero era el segundo los tres hermanos marcados por un país invivible y un todopoderoso padre poeta que ellos en El desencanto, aquel documental demoledor de Jaime Chávarri, identificaron con Franco, el dictador. En plena transición muchos españoles, se identificaron con el perjudicado trío.

Hoy un inédito de Leopoldo María Panero, escritor compulsivo y grafómano, no sería noticia si este no perteneciera a una etapa clave en su formación. Es el caso de Los papeles de Ibiza 35 (Bartleby), una serie de poemas, cuentos y ensayos que proceden de unas carpetas que el menor de los hermanos, Michi, el bohemio de la noche madrileña, le regaló -«haz con esto lo quieras»-al hijo de su esposa, Javier Mendoza, cuando este tenía apenas 18 años. Lo que Mendoza, responsable de su publicación, llama el «tesoro maldito» de los Panero ya dio origen el pasado año a un libro de relatos, Funerales vikingos, que desmentía la fama de ágrafo de Michi y lo reivindicaba con un texto del propio hijastro.

LIBRO DE MÁS ENTIDAD / Más entidad tiene este otro libro nacido de aquellas carpetas, que ha editado y prologado el crítico y profesor universitario aragonés Túa Blesa. En resumen se trata de No, no somos ni Romeo ni Julieta, ni estamos en la Italia medieval, un libro de prosa poética fuertemente narrativo que se encontró preparado para la edición, al que hay que añadir dos traducciones de relatos terroríficos de Arthur Machen, más una serie de ensayos muy interesantes donde deja claros sus filias y sus fobias. Para Mendoza, el libro funciona como la cara B del fundamental poemario de Panero Así se fundó Carnaby Street. «Coincide con los primeros años 70, cuando vivió en Barcelona, allí se relacionaba con Pere Gimferrer y Vicente Molina Foix, y pasó a integrar la lista de los Nueve novísimos», sitúa Mendoza. El poeta loco solía pasear su brillantez y muy probablemente se proveía de LSD. Fue también aquí en Barcelona donde se enamoró locamente de Ana María Moix e intentó suicidarse teatralmente cuando ella, lesbiana, lo rechazó amablemente.

Blesa destaca el libro en su faceta de posible diario, siendo esta faceta, la autobiográfica, muy rara en la obra posterior del poeta: «Ahí están sus fiestas desenfrenadas, el alcohol y las drogas. Esos aspectos autobiográficos no volverán a aparecer hasta mucho más tarde y solo puntualmente». Y aunque ya los ingresos y las salidas de los distintos centros de salud mental fueran su pan de cada día, fue esta etapa barcelonesa la que Leopoldo definió como «Los más felices de mi vida», algo que resulta sobrecogedor en una existencia tan torturada como la suya en la mayoritariamente sus interlocutores fueron los médicos y los internos. A finales de los 80 y cuando ya la consideración del poeta era enorme, él decidió recluirse voluntariamente en el psiquiátrico de Mondragón y más tarde en el de Las Palmas, donde fallecería en el 2014.

¿Qué hubiera podido escribir sin una mente trastornada? ¿Su enfermedad le impulsa a la creación o la frenaba? Blesa considera que había en él una pulsión patológica por la escritura y él la vivía como una contradicción. «En determinados momento se ufanaba de su locura de una manera divertida, pero también tiene una especie de aureola doliente que le gustaba alimentar. En sus textos, marcados por Freud, Lacan y Wilhem Reich, se puede encontrar de todo. En un momento puede escribir ‘soy un loco’ y al siguiente, ‘no lo soy’».