Roy Andersson no es un director como los demás. De hecho, su aspecto no es el propio de alguien que hace cine sino de alguien que prepara pasteles, y su actitud en los festivales es la típica de quien no encuentra la salida del centro comercial. Y sus películas tampoco son como las de los demás. A pesar de que a menudo se las describe como híbridos de los trabajos de Ingmar Bergman y de Jacques Tati, son obras inconfundiblemente suyas. Y muy buenas, además. Gracias a la que presentó en la Mostra en el 2014, Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, ganó el León de Oro.

Si aquella película era la tercera entrega de su trilogía sobre lo que significa ser una persona -Canciones del segundo piso (2000) y You, the living (2007) fueron las entregas previas- la que ayer presentó en Venecia, About endlessness, ha sido definida por él mismo como un complemento de ese tríptico; en otras palabras, más o menos lo mismo: una hipnótica sucesión de escenas meticulosamente compuestas en las que, a través del humor absurdo y una afectuosa misantropía, se sugiere que la raza humana es un lugar extrañamente acogedor y a la vez inhóspito -como constata el color drenado de las paredes, la ropa, los rostros y la vida misma- al que pertenecer. Habrá quien use la película como argumento para acusar al sueco de no probar cosas nuevas; y tendrá razón aunque evolucionar solo tiene valor si sirve para ir a mejor.

Que se lo pregunten a Atom Egoyan. Considerado uno de los autores más estimulantes de la década de los 90, el canadiense ha ido acomodándose gradualmente en un cine situado entre lo olvidable y lo penoso. Podría decirse que con la película que ha presentado a concurso en la Mostra ha tocado fondo, de no ser porque ya dijimos algo parecido de la anterior. Se llama Guest of honor, y cuenta una historia tan innecesariamente enrevesada que para explicarla harían falta varios párrafos que no tendrían el más mínimo sentido; baste decir que se trata de una matrioska de flashbacks que incluyen enfermedades terminales, condenas de cárcel, incendios involuntarios, suicidios, triángulos amorosos, orejas de conejo fritas y un puñado de personajes cuyo comportamiento es un insulto a la inteligencia del espectador. Que uno de los temas centrales de este despropósito sean los efectos de perder la reputación resulta irónico puesto que, en el caso de Egoyan, no haber perdido la suya es lo único que explica que sus películas sigan compitiendo en festivales a estas alturas.

EXECRABLE ‘THE PAINTED BIRD’ / Si Guest of honor es la más boba de todas las obras candidatas a premio en esta edición de la Mostra hasta la fecha, The painted bird es la más detestable. Ambientada en la Europa del Este de finales de la segunda guerra mundial, la película de Václav Marhoul acompaña a un niño judío mientras sufre en sus carnes un variadísimo catálogo de atrocidades. A lo largo de tres horas de metraje lo vemos ser golpeado, violado por hombres y por mujeres, enterrado vivo, arrojado a una piscina de aguas fecales, torturado con látigos y cadenas y dejado a merced de cuervos y perros de presa; son tales el sadismo de la película y su desesperación por asaltar al espectador que, llegado el momento, resultan risibles.

Pero lo peor de The painted bird no es su instrumentalización de horrores reales sino la exquisita fotografía en blanco y negro y las cuidadas composiciones que utiliza para asegurarse de que la barbarie quede bonita; gracias a eso, una película injustificable se convierte en una execrable.