Ctonocí a Daniel Mordzinski hará unos 15 años en un Salón del Libro Iberoamericano de Gijón. En un pequeño estudio, retrataba a todos los escritores presentes e iba colgando los retratos en una sala anexa. No paraba ni a comer, se le iba el día entre la planificación y la producción de las fotos. Fui a ofrecerle un bocadillo, un café, algo que lo ayudara a sobrevivir a aquel ritmo infernal. Me contestó que nunca comía mientras estaba trabajando, pero que, en cambio, agradecía un poco de compañía. Me ofreció un taburete y un trago de agua. Creo que tomamos mate. Al sentarme me di cuenta de que estaba tan cansado como él. Respiré hondo. Bendito silencio. De pronto, sonó el ruido característico de los focos en los estudios de fotografía: plop. Solo por eso supe que me acaba de tomar una foto. Me había relajado tanto que aquel ruido parecía venir de otro mundo: del planeta Mordzinski. Un planeta en el que la congelación del instante alcanza la condición de arte solo cuando permite atisbar una pequeña verdad.

El lunes se supo que, debido a una negligencia de Le Monde , ha desaparecido el archivo en el que se conservaban sus negativos de la era analógica; 27 años de trabajo, más de 50.000 retratos que alguien decidió tirar a la basura sin consultar a nadie.

Nos lanzamos todos a protestar en las redes sociales. Yo colgué unas cuantas fotos suyas y conté las anécdotas que las hicieron posibles. Era una manera de transmitir el enorme patrimonio emocional, cultural y moral que incorporaba cada uno de esos negativos.

He pasado la noche en vela, pensando en la tragedia personal que supone dedicar una vida a captar momentos fugaces para que luego venga un ignorante y los tire a la basura. Todos los instantes perdidos en un instante. Hoy, sin embargo, pienso que no puede ser así. Que eso que llamamos justicia poética ha de asomarse por algún lado de esta historia. Que esa verdad construida por medio del arte sobrevive de algún modo incluso a su propia desaparición. Porque era arte. Y porque era verdad.