En este inventario de islas extremas que me ha perseguido, algunas no son de tierra inmóvil, sino delirios flotantes, pesadillas a la deriva, cáscaras de nuez arrastradas por el horror, como fue el caso de las tres lanchas que salvaron a la tripulación del Essex tras el naufragio. Antes de que el navío, de 27 metros de eslora, se hundiera lentamente en las profundidades del Pacífico, más o menos en la latitud de las Galápagos, los 20 marineros pudieron salvar algunos enseres -armas, instrumentos de navegación, varios barriles de agua, sacas de galleta náutica- y apretujarse en tres de los botes del ballenero. Una vez a bordo, en la creencia de que los islotes al oeste estaban infestados de caníbales -qué inmenso contrasentido- decidieron enfilar hacia la costa continental de Suramérica, con rumbo hacia Perú o Chile, a unas 3.000 millas de distancia.

En el corazón del mar, de Nathaniel Philbrick, es la mejor investigación sobre la peripecia del Essex, donde se deslindan los hechos en crudo del aderezo legendario. Asegura en ella el historiador norteamericano que, tres meses después de la catástrofe, solo quedaban ocho tripulantes con vida y el fardo sobre los hombros de haber tenido que devorar los cuerpos de sus camaradas muertos: pura verdad que se lee con el desasosiego de un thriller.

De las tres balleneras, la del capitán George Pollard padeció la peor singladura. A menudo he pensado en el joven capitán de 28 años, en cómo pudo recoser las finas gasas de la conciencia después de haber comido del cadáver de su primo hermano, aun cuando la madre de este, la tía Nancy, le había confiado antes de zarpar la guarda y custodia del muchacho, de 17 años y apellidado Coffin (ataúd). Pollard, que nunca quiso escribir una sola línea sobre la tragedia, pide aquí la palabra. Hace siglos que volvió a Nantucket, tiene 77 años, está sentado en un butacón frente a la lumbre y, mientras observa la danza de las llamas, rumia cavilaciones como un buey sabio. Nunca ha dejado de hacerlo.

Un monstruo enfurecido

«¿Por qué no me llevaste, Señor? La culpa fue del primer oficial, todos pudimos verlo. Cuando el cachalote asomó la cabeza, cuadrada como un martillo y cubierta de cicatrices, Chase tuvo la oportunidad de clavarle el arpón y, sin embargo, se retrajo, se quedó varado, como si temiera que, al herirlo, el monstruo enfurecido pudiese destrozar de un coletazo los botes y sellar nuestro destino ahogándonos. Mejor habría sido morir en ese mismo instante, y yo el primero. Amén.

Lo echamos a suertes, y la mano huesuda de Owen sacó el papel más corto. Grité ‘¡mi chaval!, ¡mi chaval’, traté de impedirlo, de encajar yo el hachazo del azar, pero mi primo ya se había entregado dócil a la muerte antes de posar su cabeza sobre el trancanil de la borda para que R. le descerrajara el tiro. Nadie, ni siquiera Dios, puede juzgarme; quizá solo tía Nancy, quien nunca más pudo soportar mi mera presencia, mi carnalidad, el hecho de que yo siguiera vivo gracias a la muerte de su hijo. Madre, si tú pudieras contarle, si pudieras… Dile que nos habíamos convertido en bestias insomnes. Dile que cuando ya solo quedamos dos despojos en la ballenera, me abrazaba a los huesos relamidos de Owen en cuanto el sol se escondía con el deseo de desintegrarme en ellos, de ser por fin ceniza, de pagar el precio.

Que nadie me señale. He callado durante estos cincuenta años porque aún me arden la lengua y los sesos, pero sabed que las puertas del infierno se habían abierto mucho antes, cuando murió el primer negro de la tripulación y nos lanzamos sobre su cadáver como una jauría de lobos. Nos comimos primero a los negros porque cayeron los primeros, porque les habíamos escatimado el alimento cuando lo hubo.

Y sabed que la carne de náufrago negro no sacia; solo afila los colmillos y la locura.

Ya nada importa. Acepté que la mala suerte se pegara a mi piel como brea caliente. Me eché a la mar de nuevo, volví a naufragar y ya ningún armador quiso confiarme un timón ni incauto alguno navegar conmigo, con el apestado, con el caníbal incestuoso. En justicia, soy un Jonás maldito. Y aunque vosotros, cuáqueros piadosos, permitisteis que me ganara el pan como vigilante nocturno en las dársenas del puerto, nunca dejasteis de esquivarme. Trabajé de noche, me encerré en la habitación de día y ayuné cada vez que se cumplió el aniversario de nuestra desgracia. ¿Aún murmuráis a mis espaldas? Nunca, ninguno de vosotros se ha atrevido a llamarme cobarde a la cara».

Mañana, quinto capítulo: Los esclavos de Tromelin.